En mi infancia, las tardes de invierno morían a las seis.

Morían blandamente, sin dar siquiera un suspiro,

y nos dejaban solos ante una noche que aún no comprendíamos.

Las palabras eran suaves —nada de esdrújulas, entonces—

y no tenían aristas con las que herirnos.

Hace mucho tiempo, pero aún me acuerdo.

.

La puesta de sol sabía a frío y a pan con chocolate

y los pájaros se oían por encima de otros ruidos.

Embozados en bufandas, tratábamos de encontrar

en el suelo las plateadas huellas de los caracoles

y gritábamos de júbilo si alguien descubría

un tesoro inocente que guardar en una caja.

Cualquiera llevaba en el bolsillo una navaja

para tallar una rama, o dibujar en un tronco

las iniciales torpes de la niña que era novia de todos.

.

Hace mucho tiempo, pero todavía me acuerdo.

Por las noches, alguien se ocupaba en colocar

ordenados chupones de hielo en los aleros

para ver llover desde el pupitre en las horas de sol.

El mundo se revelaba en cualquier caligrafía

de un soso y gastado libro sin fotografías

y casi cualquier pensamiento era un tesoro,

casi cualquier punto en el mapa un rincón en que soñar.

La mañana sabía a leche en polvo en el patio de la escuela

y volver a casa, pateando un bote o jugando a la rayuela,

era regresar al olor de sopa, de madre y de colada.

.

Hace mucho tiempo, pero aún me acuerdo.

Una moneda era canjeable por cualquier capricho

y las huchas se medían en catorce con cincuenta.

Se intercambiaban tebeos y se jugaba a convertirnos

en audaz caballero con espada que auxiliaba a los buenos,

castigaba a los malvados y se iba con la chica.

¡Ah, las chicas! Las niñas también se subían a los árboles,

trepaban a las piedras y llevaban raspadas las rodillas.

El sexo apenas llegaba a las puntillas de los calcetines

y nadie soñaba entonces que algún día nos lucharíamos

en lugares cerrados, cuerpo a cuerpo en la noche incomprendida.

.

Hace mucho tiempo, pero aún tengo recuerdo.

Las palabras resultaban esponjosas, sin esquinas.

Las cosas se veían suaves, con colores desvaídos,

suaves como la luz de las luciérnagas en el crepúsculo.

Resultaba dulce mudar un diente de leche,

sufrir un accidente blando al caerse de una silla,

o perder sin remedio un tesoro, confundido en la basura.

Durante muchas tardes el sol se ponía sin quejarse

sobre las chatas colinas, dejando un sabor agridulce

en la antesala de la noche todavía incomprensible.

De esto hace mucho tiempo.

.

Hace mucho tiempo, y ya casi no me acuerdo.

Poco a poco, las palabras se fueron alargando,

tanto como las perneras de nuestros pantalones,

y se fueron tornando ariscas. Practicamos

las primeras esdrújulas (híjoputa, por ejemplo)

y sacamos punta con navaja a los nombres inocentes.

Se recurría al diccionario para navegar en círculo vicioso

el sentido de los términos que nadie se atrevía a desvelar

y comenzamos a arrojar con tirachinas las palabras

que sabíamos podían doler como patadas.

.

Poco a poco, sin percibirlo, todo cambió.

—¿Quizá fue en los tiempos de aprender a dividir?

¿O al aplicarse a recitar aquellas romanzas victoriosas?—

Los libros comenzaron a tener filo —patria, traición,

muerte, religión— y nos arrojaron a la cara

los primeros pecados que no comprendíamos.

Comenzamos a entender la noche como un tiempo de robos,

de asaltos o de encuentros apenas comprendidos.

Y vino el miedo a caerse de una rama o de una silla.

Y comenzamos a mirar de otra manera a las muchachas

que aún se atrevían a acompañarnos a escalar.

.

Hace tanto tiempo que apenas lo recuerdo.

El asfalto sustituyó a los barros y dejamos de jugar al tacón

al ritmo que se oscurecía el diccionario.

Llegaron los logaritmos al tiempo que el espíritu nacional.

Don Quijote era un comentario de texto, no un aventurero.

La estela plateada de los caracoles dejó de interesarnos

al advertirnos de las prácticas confusas de los gasterópodos

y hasta las chirlas del arroz que preparaba inocente nuestra madre

evolucionaron en incómodos hexasílabos lamelibranquios.

Eran tiempos oscuros, que apenas ya recuerdo…

.

Están perdidos los recuerdos. Hace tanto tiempo…

¡Qué decir del sexo, por entonces!

Las niñas abandonaron las sandalias y los calcetines con puntillas

y las madres se ocuparon de que llevaran decentes las rodillas.

Nosotros dejamos de mear más alto que el amigo,

y decíamos no jugar a nada que no fueran los juegos oscuros

y culpables, entre el vapor de la ducha y la niebla

de los garitos en que aprendimos el billar.

Todo servía, de las láminas de arte egipcio

al diccionario de latín, para intentar adivinar

en qué se convertían las niñitas que poco tiempo atrás

compartían cicatrices, escondites o ganas de escalar.

.

Ya casi no me acuerdo.

Aprendimos derivadas e integrales y resolvimos

inextricables problemas. Aprendimos a utilizar esdrújulos

para ocultar la extensión de la ignorancia. Nos aplicamos

en desnudar nuestros cuerpos y en encontrar un sentido a la noche

con quienes un día fueron niñas.

.

Ahora, los días de invierno se nos mueren más tarde,

pero se nos mueren a gritos

y siguen dejándonos solos ante una noche que aún no comprendemos.


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