Conferencia leída el en marzo de 2009 en la Universidad de Santiago de Compostela , durante unas jornadas para profesores de Matemáticas y Literatura organizadas por la Consellería de Educación y el profesor Pérez Gómez.


Quizá alguna persona que se encuentre en esta sala consiga un día el Premio Nobel de Química, o el de Economía o, si no es demasiado desalmado, el de la Paz. Pero lo que es seguro es que nadie que esté aquí presente logrará nunca el Nobel de Matemáticas porque, como es sabido, no existe el Premio Nobel de Matemáticas. Durante mucho tiempo se hizo correr el bulo de que Alfred Nobel no creó tal premio en venganza porque su esposa mantenía un romance con un famoso matemático de la época, pero se sabe que nunca se casó, así que el rumor es falso de raíz. Lo que Nobel consideró en su día fue que las matemáticas no constituyen “una fuente de progreso y felicidad para la humanidad”. Es decir, en opinión de Nobel, las matemáticas son inútiles.

También como es sabido, desde 1936 hay una alternativa al Nobel de las Matemáticas. Se trata de las medallas Fields, que técnicamente es conocida como “La medalla internacional para descubrimientos sobresalientes en matemáticas”, que se concede cada cuatro años. En la última edición la recibió el matemático ruso Perelman por “sus contribuciones a la geometría y sus ideas revolucionarias en la estructura analítica y geométrica del flujo de Ricci”. Este galimatías incomprensible permite resolver, y esto es lo interesante, el famoso teorema de Poincaré, que me atreveré a afirmar es absolutamente desconocido por el 99,999999 % (seis cifras decimales) de la población mundial. Perelman es un tipo realmente curioso, porque no solo rechazó el premio y rehusó acudir a la entrega, sino porque es autor de un trabajo llamado “Superficies en silla en espacios euclídeos”. Además, Perelman es un talentoso violinista y buen jugador de ping-pong, aficiones que, en cierto modo, también son una inutilidad.

Quien, el mismo año que Perelman sí aceptó el premio fue el matemático de origen chino Terence Tao, que es coautor del teorema Green-Tao, que afirma que existen progresiones aritméticas de números primos absolutamente largas. O sea, que, según lo explicó él mismo, en la infinitud de los números enteros es posible hallar, en algún lugar de la serie, una progresión de números primos con separación igual. Es un asunto que, evidentemente, no sirve para nada. Lo mismo que el Gran Teorema de Fermat, por cuya resolución mereció otra medalla Andrew Wiles.

Al mismo tiempo que se fallan los Premios Nobel, concretamente el mes de octubre de cada año, se fallan los premios IGNobel, lo que traducido del inglés viene a significar algo así como los “premios innobles”, “de baja categoría” o “ignominiosos”. Son concedidos por la revista de humor científica Annals of Improbable Research, o Anales de Investigaciones Inverosímiles, fundada por el matemático Marc Abrahams y que se conceden en la Universidad de Harvard con la solemne presencia de un Premio Nobel auténtico. Entre los galardones concedidos en los últimos años hay uno que demuestra que las pulgas de los perros saltan más alto que las pulgas de los gatos; otro, que estudia la intensidad del cacareo de los pollos como medida de la velocidad del viento durante un tornado; otro, que premia una investigación sobre las bolas de alquitrán, un experimento comenzado en 1927 y que demuestra que una bola de tal sustancia gotea una vez cada nueve años; o el que mide las fuerzas de resistencia implicadas en el arrastre de ovejas sobre distintas superficies, o la correlación que hay entre las propinas que reciben las bailarinas de striptease y su ciclo menstrual, por no olvidar un sesudo estudio que demuestra que los medicamentos falsos y caros son más efectivos que los medicamentos falsos y baratos. ¡Hay que ser literariamente imaginativo para plantear problemas de este tipo!

Aunque resulta hilarante, que lo es, los premios IGNobel no se conceden a cualquiera, sino a aquellos capaces de llegar a “logros torpes y que ayuden a pensar”, y en muchas de las investigaciones premiadas se ponen en juego refinados análisis matemáticos. Entre las Medallas Fields y los premios IGNobel, es casi seguro de que Alfred Nobel, de seguir vivo, no solo sería la persona más longeva del planeta, sino que se reafirmaría en la idea de que las matemáticas no sirven absolutamente para nada.

Sin embargo, esta idea de Alfred Nobel choca con el sentido común, que es como se designa a la opinión generalizada de la población mundial. Si se realizara un estudio titulado algo así como “Análisis del Aprecio por el Valor de las Matemáticas en la Escuela y en la Vida Cotidiana”, casi se podría asegurar que buena parte de los entrevistados diría que hay que aprender Matemáticas porque las matemáticas son “bastante útiles” o “muy útiles”, y se opinaría que, en el extremo opuesto, materias como la Literatura o la Geografía son “bastante inútiles” o “francamente inútiles”. Esto explica el respeto de que gozan los departamentos y profesores de matemáticas, física o química de cualquier instituto o universidad, que está en el extremo opuesto de la indiferencia que sufren los docentes de literatura, música o artes. Todos sabemos que estas asignaturas pueden ser “bonitas” e incluso “convenientes”, pero nada útiles.

La prueba de la utilidad de las matemáticas está en seguir su avance en los curriculos escolares. Para un niño o una niña de infantil, es muy importante saber que el trece viene después del doce; a principios de Primaria descubren que ocho por ocho son sesenta y cuatro; más adelante, aprenden a dividir 123,45 por 67,89; luego, y progresivamente, pueden determinar que 137 es un número primo; que catorce dividido por tres da un decimal que podemos calificar como periódico puro; que dados el cateto y la hipotenusa de un triángulo rectángulo, podemos calcular el valor del otro cateto; que el valor absoluto de -100 es 100; que existen cuatro procedimientos para resolver un sistema de ecuaciones lineales con dos incógnitas; que podemos calcular el término enésimo de una progresión geométrica o que la derivada de e elevado a x es exactamente e elevado a x.

Se podría hacer un estudio denominado “Análisis de las Curvas de Utilidad Práctica de algunas Asignaturas de los Curriculos Docentes”. Podría comprobarse que en casi todas las materias, a medida que avanzan los cursos se gana en aproximación a la realidad tangible. Así, por ejemplo, en Historia o Geografía o Biología o Lengua o Física, un escolar va adquiriendo conocimientos y habilidades que le permiten conocer mejor la Antártida, las causas de la Revolución Francesa, la evolución de los organismos vivos, la circulación de la sangre o por qué los submarinos no se hunden en el fondo del mar. Sin embargo, con las Matemáticas parece ocurrir lo contrario. De las realidades más tangibles (las series numéricas, las adiciones, los repartos, la proporcionalidad…) se pasa a entes cada vez más intangibles (los números negativos y los imaginarios, los límites, la trascendencia de pi…) Diríamos que mientras en el resto de materias la curva que relaciona avance/conocimiento práctico es creciente, en el caso de las Matemáticas esta curva es decreciente.

Nadie duda de que dominar las cuatro operaciones y unas nociones básicas de geometría son muy importantes en la vida cotidiana. La estanquera de mi pueblo, una mujer que debe tener setenta años, utiliza el dorso de las fundas de los cartones de tabaco para hacer cuentas, cuando los clientes no se llevan una cajetilla o un cartón y combinan diferentes marcas o añaden librillos de papel de fumar o mecheros. Pero las cajeras del SuperSol, que es el mercado en el que compro, ni siquiera necesitan esas habilidades; pasan los artículos delante de un lector de barras y la máquina expide un ticket en el que aparecen sumas y desglosa el IVA; la propia máquina permite calcular el cambio cuando se teclea el importe que entregamos, y cuando nos vamos a casa nos llevamos un ticket que podríamos comprobar, si quisiéramos, y en el que aparecen incluso la fecha y la hora en que compramos y el nombre de la señorita que nos atendió. Pero este alarde de la tecnología pura choca luego con la práctica dura. Recuerdo una tarde en que estaba en la caja e iba a pagar y se fue la luz. Llevaba una barra de pan y un brick de leche, cuya suma era sencilla de obtener, 1,90 euros, hasta un niño de primero de primaria lo habría sabido, y tuve que esperar a que volviera la corriente, porque no llevaba suelto, sin electricidad las cajas no se abren, y es necesario que cada producto sea pasado por el lector para no descuadrar el inventario. Como se ve, es muy útil que las cajeras del SuperSol sepan calcular, sobre todo si son fumadoras y quieren comprobar las cuentas que hace la estanquera.

Además, se dice, y es verdad, que los números están muy presentes en nuestra vida cotidiana. Dejando aparte que cantidades y operaciones son el soporte de una economía regulada que nos permite cobrar, pagar, calcular impuestos, hacer la declaración de la renta y saber cómo y cuánto nos han estafado los grandes especuladores financieros, podemos ver números en las marquesinas de los autobuses, en los odómetros de los coches, en las señales de tráfico, en los relojes, en las etiquetas de las prendas de vestir, en los lomos de los libros que forman parte de colecciones y en muchos lugares más. Sin embargo, el valor matemático de muchos de esos números es insignificante, porque aprovechamos de ellos solo su capacidad para representar condensada y mnemónicamente códigos de distinto tipo. Sería igual de efectivo, aunque más laborioso, representar las líneas de autobuses con nombres de frutas. O codificar las tallas de pantalones con letras; la talla J sería tan deseada por muchas y muchos adolescentes como lo es ahora la 38.

También se afirma, y es cierto, que unos básicos conocimientos sobre medida, geometría y topología son muy útiles en la vida cotidiana, y no voy a enumerar situaciones que todos podemos imaginar en las que medir y calcular es necesario, aunque no seamos carpinteros ni cristaleros.

Pero todas las necesidades básicas anteriores se resuelven con un par de cursillos muy básicos sobre números, operaciones, medida y geometría. Si realizáramos un estudio de cara a obtener uno de los premios IGNobel, titulado algo así como “Análisis del Valor de Uso de lo que la gente necesita de las Matemáticas para desenvolverse en la Vida Cotidiana” nos encontraríamos con que el 99,9 % de la población mundial se apaña en el 99,9 por ciento de los casos con lo que puede estudiarse hasta 5º de Primaria, y eso teniendo en cuenta que la mayor parte del tiempo se pierde entrenando a los alumnos a adquirir competencias de cálculo que pueden ser realizadas casi instantáneamente por una calculadora básica de un par de euros. Entonces, ¿para qué estudiar matemáticas y cada vez matemáticas más difíciles e inútiles?

Las sociedades modernas tienen a gala el deseo de alfabetizar a sus ciudadanos. Además de que a los gobiernos ni a los estados no les gusta que les tachen de incultos, conviene que sus ciudadanos se alfabeticen para ser autónomos a la hora de comprar, vender, interpretar el plano de una línea de metro, leer las instrucciones básicas de sus teléfonos móviles y un sinfín de cosas más, sin las cuales no podrían desenvolverse sin ayuda en una sociedad moderna. También, en paralelo, interesa que estén suficientemente numeralizados, para que puedan comprender e interactuar con todas las situaciones que exigen el manejo de cantidades y operaciones elementales.

Si hablamos de literatura, el interés porque los ciudadanos lean, y de ahí las campañas de fomento de la lectura, es muy reciente en la historia de la Humanidad y data de mediados o finales del pasado siglo XX. A ningún gobernante del siglo XIX, en plena Revolución Industrial, se le ocurrió que los obreros y obreras que se incorporaran a las fábricas debieran leer literatura, y ya sabemos que leer literatura o ensayos científicos era un signo de rebelión, y que el empeño por instruir, divulgar y educar era propio de los movimientos revolucionarios de la época, anarquistas y gente de la misma calaña. En siglos anteriores el asunto fue peor, porque ya se sabe que la lectura era algo reservado a ricos y poderosos y que, en las recomendaciones de algún santo varón se instaba a que no se enseñase a leer y a escribir a las mujeres “para que no perdieran el tiempo escribiendo cartas de amor”. Hoy se asume que la literatura es una fuente de entretenimiento, de información y de placer, aunque no está muy claro que los gobernantes estén preocupados por proporcionarnos estas tres cosas; quizá el asunto es que interesa que se lea para no hundir un mercado editorial que da sus buenos dividendos y proporciona prestigio a un país.

¿Para qué quieren nuestros gobernantes que la población aprenda matemáticas? ¿Desean que nos extasiemos con su belleza intrínseca? ¿Quieren que disfrutemos de bellos teoremas inútiles, como el de Fermat? ¿Nos facilitan con ello la comprensión del Universo y de las leyes que lo gobiernan? ¿Pretenden que sigamos cada cuatro años la concesión de las Medallas Fields, como si de las celebraciones olímpicas se tratase?

En algunos deliciosos ensayos, el profesor John Allen Paulos ha hablado del anumeralismo, o incapacidad que tienen algunas personas para interpretar y operar con números. Podría pensarse que está hablando de personas de bajo nivel cultural, pero no. Cuando se habla del analfabetismo funcional nos referimos a una parte de la población que, aun sabiendo leer y escribir, carece de los códigos mentales y experienciales necesarios para interpretar un fragmento de texto literario de mediana dificultad. Hablamos por lo general de personas que a duras penas acabaron sus estudios primarios. Pero el anumeralismo es un fenómeno bien distinto, que afecta también a una población que se considera ilustrada, profesionales capaces en sus áreas y que poseen un amplio bagaje cultural. No solo fueron a la escuela y sacaron brillantes notas, sino que realizaron muchos cursos de matemáticas, incluso con calificaciones aceptables.

Vivimos tiempos en que están muy de moda las pruebas de diagnóstico. En mis épocas de estudiante, algo parecido se hacía en los exámenes de ingreso. Entonces, todo se estudiaba en la famosa Enciclopedia Álvarez, que se definía como “intuitiva, sintética y práctica”, y en la que se proponían problemas con enunciados como estos:

  1. En una casa, los ingresos diarios son de 38 pesetas. ¿Cuánto podrán gastar cada día si a fin de mes quieren comprar con los ahorros un trajecito de 250 pesetas para uno de los hijos?

  2. En una fortaleza hay 750 hombres que tienen víveres para 35 días. Si en un ataque mueren 54 hombres, ¿para cuántos días tendrán víveres los que quedan?

  3. Sobre una plaza de toros de 16 metros de radio se quieren echar 25 kilogramos de arena por metro cuadrado. ¿Cuántas toneladas métricas serán? ¿Cuántas carretillas de 48 kilogramos cada una habrá que echar?

Hoy, los enunciados han cambiado, pero además se han incorporado aspectos relacionados con la estadística, la probabilidad o la lectura de gráficas. Los problemas que se proponen a los alumnos, equivalentes a los anteriores, tienen enunciados actualizados como por ejemplo estos:

  1. He conseguido ahorrar 90 € para comprarme un MP4, pero el que me gusta vale 120 €. He esperado a las rebajas de enero y tiene un 20% de descuento. ¿Cuántos euros me faltan?

  2. Lucía va a viajar a Estados Unidos. Por ello va a cambiar 500 € al banco, donde le informan que el cambio monetario ese día es: 1 euro, 1,32 dólares. Al cambiar los 500 €, ¿cuántos dólares recibe? Al volver del viaje aún le quedan 171,60 $. En el banco el euro está ahora a 1,30 dólares. ¿Cuántos euros recibe?

Sería curioso proponer los cinco problemas anteriores al conjunto de la población, y en especial a personas que tienen estudios medios y superiores, y en ambos casos sin la ayuda de calculadoras. Como es posible que los resultados sean un poco deprimentes y quizá alguien pueda alegar que ha perdido soltura en los cálculos, en anteriores charlas he propuesto otros cinco problemas más breves, que no requieren ningún cálculo matemático y que ponen en juego conocimientos más generales:

  1. ¿Qué expresa el número pi?

  2. ¿Por qué al multiplicar una cantidad entera por 10 añadimos un cero a la derecha?

  3. Diga alguna aplicación práctica de la raíz cuadrada, aunque nunca la haya utilizado en su vida cotidiana.

  4. ¿Por qué el área de un triángulo se calcula dividiendo por dos el producto de su base por su altura?

  5. Cite el nombre de cuatro matemáticos, incluyendo el de una mujer matemática.

Alguno de ustedes dirá que estoy haciendo trampa, porque los cinco problemas anteriores no miden las habilidades matemáticas (la “competencia matemática”, como ahora se llama). Es verdad, lo reconozco. En realidad, lo que pretendo medir es la “huella matemática”. Alguien dijo una vez que la cultura es lo que queda cuando uno ha leído y ha estudiado mucho y lo ha olvidado todo. Es cierto que uno no tiene por qué recordar toda su vida las seis primeras cifras decimales de e, el algoritmo para realizar una raíz cuadrada, la fórmula para calcular el área de un polígono regular o la que nos permite determinar el término enésimo de una progresión; ni, por supuesto, si no se va a dedicar a ello, ni el binomio de Newton ni cómo se calcula una desviación típica. Pero, ¿qué le queda como sedimento matemático a una persona al cabo de diez, doce años de estudio de matemáticas, cuando obtiene su título de Graduado en Secundaria?

Aunque admitamos que las matemáticas no hagan felices a la humanidad ni contribuyan a su progreso, lo cierto es que la historia de la matemática se remonta a muchos milenios atrás, incluso antes de que se creasen los sistemas de numeración y los algoritmos de cálculo más torpes. Es una historia ligada a la del pensamiento y a la filosofía natural. A diferencia de otras ciencias, que trabaja sobre objetos tangibles, la matemática se parece a la filosofía en que no trabaja sobre cosas, sino sobre cualidades de las cosas y de los conjuntos de cosas. El camino de abstracción que se abrió cuando el primer humano asignó con una palabra que significaba “dos” a una pareja de lobos, de elefantes, de piedras, de hijos o de días, no se ha detenido hasta hoy, con los abstrusos trabajos de Perelman o de Tao.

El progreso de las matemáticas ha seguido un camino muy largo, que pasa por descubrimientos apasionantes. Pasa por los primeros sistemas de numeración de bases naturales como cinco o diez, utilizados por pueblos primitivos. Por los sudores de los escribas egipcios para trabajar con fracciones unitarias. Por la utilización de los sistemas de numeración de bases 12 y 60, utilizada por los matemáticos y astrónomos babilonios. Por la titánica lucha de los calculistas hindúes para expresar el ingente número de sus dioses. Por el minimalismo y el refinamiento chinos a la hora de realizar inventarios y trabajos de agrimensura con ayuda de sus ábacos. Por los intentos griegos de formalizar la geometría y vincularla con la teoría de números. Por la revolucionaria introducción del cero de los místicos mayas… Pasa por los persas, por los árabes, por los algebristas italianos, antes de encarnarse en figuras como Vieta, Fibonacci, Cardano, Napier, Fermat y, más adelante, Newton, Leibnitz, Gauss, Euler, Abel, D’Alembert, Fourier, Poincaré… y tantos y tantos otros. Es una historia ligada a la del pensamiento.

Hace aproximadamente un mes, realicé un encuentro literario singular, con chicos de 18 y 19 años que estudiaban un ciclo formativo de electricidad, que habían leído uno de mis cuentos y que, acabado el tema literario, al final, me preguntaron cómo era posible que un matemático se dedicara a escribir literatura. Esto abrió la puerta para charlar de matemáticas y, sobre todo, de esa “huella matemática” de la que antes hablaba. Casi todos pusieron gesto de desagrado cuando les pregunté si les gustaban las matemáticas. Como había tiempo, les pregunté también si recordaban haber disfrutado en alguna clase de matemáticas a lo largo de su vida, y si creían posible que las matemáticas pudieran suponer algún placer para alguna persona. Por último, y por aquello de la estadística, les pregunté si recordaban el nombre de algún matemático famoso. Solo después de un rato apareció el nombre de Pitágoras, y en cuanto al resto de respuestas, ya lo pueden imaginar.

Es probable que un electricista no tenga que saber de matemáticas más que lo necesario para hacer recuentos, realizar ciertas medidas y elaborar presupuestos y facturas, junto con sus declaraciones de IVA y de Hacienda, pero incluso esos chicos que ocuparán un estrato cultural relativamente bajo merecen algo más de las clases de matemáticas que han recibido a lo largo de sus vidas. Es muy posible que, simplificando mucho, lo único que hicieran en las clases de matemáticas fueran cuentas y problemas, que acabaron por hastiarles, lo que explica el brote de una extraña enfermedad que sufren muchos estudiantes y ciudadanos, llamada aritmofobia. A lo mejor, su disposición hacia la materia habría sido distinta de saber que las matemáticas constituyen un producto humano, un asunto humano, y que en su desarrollo han intervenido aspectos relacionados con la religión, la magia, la lucha de clases, la libertad, los celos, las envidias, la desesperación, la dificultad, la locura, el fanatismo, la soberbia, la pasión, la entrega o el amor…

Podríamos encargar a una empresa de encuestas realizar un estudio titulado algo así como “Uso de los algoritmos estudiados en la escuela en la resolución de cálculos cotidianos”. Apostaría algo a que obtendríamos una relación 99 a 1: de cada 100 personas, 99 utiliza calculadoras, mientras que solo un 1 por ciento emplea los algoritmos tradicionales, y es evidente que esta tendencia se va a mantener. Otro, en paralelo, podría tratar sobre “Aplicación a la vida corriente de los problemas resueltos en la escuela”. En este caso, diría que solo el 10 por ciento de los problemas planteados tienen una aplicación inmediata y directa. ¿A qué viene, entonces, tanto esfuerzo por dominar algoritmos y resolver problemas que no tienen un significado directo?

Es verdad que contenidos y métodos han cambiado mucho desde mi época de estudiante, pero habría que saber si esos cambios han sido suficientes. Hoy, la máxima expresión de la “modernidad” en lo que se refiere a la enseñanza de las matemáticas está en la adquisición de las llamadas “competencias matemáticas”, definidas como “las habilidades para utilizar y relacionar los números, sus operaciones básicas, los símbolos y las formas de expresión y razonamiento matemático, tanto para producir e interpretar distintos tipos de información como para ampliar el conocimiento sobre aspectos cuantitativos y espaciales de la realidad, y para resolver problemas relacionados con la vida cotidiana y el mundo laboral”.

Esto suena bonito, pero ocurre lo mismo que con el realismo mágico, cuyo abuso de palabrería lo hace sospechoso. Sin un profundo cambio de los curriculos, programas y metodología escolar, se queda en nada. Por lo demás, desde un punto de vista ideológico, resulta altamente sospechoso. Según esto, la estanquera de mi pueblo es matemáticamente competente, dado que sus necesidades se limitan a leer cantidades, escribir números y resolver pequeñas sumas. Y, a un nivel superior, los electricistas a los que me refería antes serían matemáticamente competentes si resuelven con soltura en su trabajo problemas relacionados con la medición, la enumeración clasificada de materiales, la estimación de insumos, la lectura comprensiva de listas de precios, la elaboración de planos, la presentación convincente de un presupuesto, el cálculo preciso del IVA y el pago de impuestos en las fechas asignadas por la Agencia Tributaria. ¿Es esa la educación matemática que se quiere? No es muy diferente, en objetivos, de la que se proponía en mis tiempos mediante los problemas con sastres, grifos, zanjas, terrenos, corretajes, sembrados y hortalizas.

Bien pensado, la literatura es una inutilidad. No tiene ninguna aplicación práctica, y el técnico que necesito para cambiar la instalación eléctrica de mi casa no hará mejor su trabajo si ha leído a Homero, a Stevenson, a Melville, a Kafka, a Machado o a Coetzee. Es probable que él haya disfrutado con ello, pero eso no reducirá mi presupuesto ni hará que la corriente eléctrica viaje más deprisa. Tampoco le servirá de nada conocer que existieron los místicos pitagóricos, ni las leyendas tibetanas asociadas a la Torre de Hanoi, ni que existen los llamados primos gemelos, ni que el casi analfabeto Tartaglia descubriera por su cuenta un método para resolver ecuaciones de tercer grado, ni que Newton o Leibnitz se odiaran, ni que a Emmy Noether se le vetase su entrada en la universidad por el hecho de ser mujer, hace solo un siglo.

Bien pensado también, ciertas tareas matemáticas son una inutilidad. Salir de paseo y observar números en el entorno, para aprender a discriminar entre cuáles son simples códigos y cuáles expresan orden, cantidad o medida; experimentar con recortes de cartón simulando ser tapas de alcantarillas y comprobar por qué estas son circulares y no por ejemplo elípticas u octogonales; evaluar qué procedimientos, de recuento, estimación o pesada, más útiles para saber cuántos granos de arroz puede haber en un kilo de arroz; crear series numéricas con distintos criterios y estimar cuál es su tendencia o límite; proponer y resolver acertijos numéricos relacionados o no con problemas reales que pongan en juego procedimientos heurísticos y no solo algorítmicos; estimar la velocidad de crecimiento del cabello humano y expresarlo en distintas unidades de longitud y tiempo; diseñar un experimento imaginario que permita comprobar si efectivamente las pulgas de los perros saltan más que las pulgas de los gatos; analizar la frecuencia de goteo de un pañuelo mojado al cabo de cierto tiempo y ver si se comporta igual según esté fabricado con seda, lino o lana; estudiar un cristal roto y ver mediante qué corte podemos aprovechar un rectángulo de mayor superficie; entrever la magnitud de la cantidad de granos de trigo que podemos colocar en las casillas 16, 32 y 64 de un tablero de ajedrez y estudiar de qué modos podemos expresar grandes números extensa o sintéticamente; experimentar con las distintas posibilidades en que cinco N comensales humanos y un Drácula pueden sentarse a una mesa de N+2 puestos, con ciertas condiciones; deformar un donut de plastilina en otros objetos, sin que se evapore el agujero, y reflexionar sobre el papel que tienen los agujeros en la vida cotidiana; evaluar las fracciones que egipcios, chinos, persas, árabes, hebreos o hindúes asignaron como valor aproximado a pi y cuál de ellas es más cercana al valor que hoy conocemos, expresando la diferencia en términos absolutos y relativos… y tantas y tantas situaciones más que pueden imaginarse, quizá tampoco mejoren el presupuesto que nos presente el electricista, pero es posible que haya contribuido a que piense matemáticamente y a que no sea aritmofóbico. La resolución de ninguno de estos problemas hará que nuestros alumnos gane el Nobel de Matemáticas, pero es posible que puedan aspirar a alguno de los IGNobel, que premian los logros inútiles pero que ayudan a pensar. Y entretanto, puede que dé ideas a alguien para titular algún trabajo que aspire a la Medalla Fields.

Creo que está claro por qué la sociedad encarga a la escuela que enseñe matemáticas, y ciertas matemáticas muy útiles. No se trata de que nos extasiemos con ellas, ni de que comprendamos mejor la realidad física, ni de facilitarnos herramientas para que seamos críticos… La sociedad necesita ciertas dosis de matemáticas para que el engranaje social siga funcionando y al cabo del año cuadren las cuentas de los presupuestos, para que no se desbaraten las leyes de la oferta y la demanda y que haya un número adecuado de trabajadores de nivel bajo, medio y superior. Y encarga a maestros y profesores que dosifiquen esos conocimientos curso a curso, procurando que todos los ciudadanos adquieran las competencias básicas para ser consumidores y contribuyentes. La “huella matemática” importa poco. La “formación matemática”, menos aún.

Esto no es resultado de una conspiración, sino de la pura costumbre. La escuela ha sido, y sigue siendo, una de las instituciones con más inercia social, y los responsables no son evidentemente los profesores. O no los únicos. ¿Qué ocurriría si la escuela decidiera no enseñar a dividir, pongamos por caso, argumentando que para eso están las calculadoras? Es evidente que los agoreros clamarían diciendo que, de nuevo, se está perdiendo nivel y que los maestros ya no saben enseñar ni eso. Pero estoy seguro de que dentro de no mucho tiempo ciertas enseñanzas escolares serán obsoletas, como lo son hoy las conversiones a fanegas, los cálculos de corretajes, la raíz cúbica, las tablas de logaritmos o la regla de tres múltiple. En nuestras manos está ser críticos y poner los medios para que esa transición sea breve y eficaz, de modo que las matemáticas recuperen su papel como vehículo de pensamiento, análisis y disfrute.

Es hora de acabar esta larga disertación. Agradezco mucho la invitación que se me ha hecho para estar aquí. Ha sido una oportunidad para pensar, una vez más, sobre la bella inutilidad de las matemáticas. A mí me gustaría pasar a la historia por haber resuelto los teoremas de Fermat o de Poincaré, pongamos por caso, aunque sean absolutamente inútiles, y en lugar de eso me he tenido que conformar con dar clases de matemáticas, que espero hayan sido muy provechosas para mis alumnos, y, ahora, con escribir libros que espero no sean útiles más que para hacer pensar y pasar el rato.

Es posible que mis conclusiones sean también inútiles. Es evidente que yo abogo por una desnumeralización de los contenidos matemáticos que se imparten en la escuela; me da la impresión de que la metodología y los programas chocan con lo que epistemológicamente ha sido el desarrollo matemático, en el que la necesidad nos ha ido dotando de la conveniencia de disponer de números, operaciones y medidas. En lugar de eso, la escuela procede al revés: primero presenta el hecho y luego justifica la necesidad, lo que debe producir algún cortocircuito en la mente de alumnos que al cabo del tiempo se convierten en seres anuméricos e incluso aritmofóbicos. No soy tan ingenuo como para pensar que el número, el algoritmo o la propiedad surjan “naturalmente” en la mente de los alumnos, pero sí que hay suficientes situaciones reales o imaginarias en el entorno para que los elementos matemáticos vayan necesitándose, buscándose y utilizándose, y donde los maestros sean guías en ese descubrimiento.

También abogaría porque los profesores de matemáticas instasen a sus alumnos a leer matemáticas, y a que lo hiciesen en clase, lo que también podría considerarse una pérdida de tiempo. La lectura permite un descubrimiento autónomo y nos concede la posibilidad de recrear hechos, biografías y épocas. Si en la escuela los alumnos se acostumbran a disfrutar de los aspectos más humanos de los descubrimientos matemáticos, de los intentos de las diferentes culturas por entender el mundo a través de regularidades y números, de las dificultades y logros de los grandes genios, del heroísmo de las primeras mujeres matemáticas… es posible que, de mayores, puedan buscar por sí mismos artículos, ensayos o libros que hablen de matemáticas, de una forma tan natural como si buscasen otros de historia, geografía o aventuras.

Decía Weierstrass que “un matemático que no es en algún sentido un poeta no será nunca un matemático completo”. La poesía es la más inútil de las artes literarias. Estoy seguro de que nadie sentirá jamás aprecio por las matemáticas si no ha tenido oportunidad de disfrutar, incluso de extasiarse, ante algún hecho matemático. Está en nuestra mano, como profesores, procurar a la mayoría de nuestros alumnos al menos algún elemento de éxtasis, que deje huella.

Muchas gracias por su atención.

28 de marzo de 2009