En su Curso de Literatura Europea, Nabokov sugiere que la literatura nació un día que un muchacho llegó gritando a la entrada de una cueva “¡El lobo, el lobo!”... y no había lobo. Si admitimos por jugar que la historia es cierta, nos encontramos con un cuento más breve que el conocido de Monterroso: “Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. El cuento del lobo gana en brevedad por cuatro palabras contra siete. El escritor ruso atribuye esta frase a un muchacho pero nosotros imaginaremos que se trató de una mujer, una autora, cosa no improbable y que conviene al título de esta conferencia, porque así tenemos una autora, una chica anónima de la Edad de Piedra, y un autor, Augusto Monterroso.

Podemos seguir jugando, imaginando que estos dos fueran los únicos cuentos de la Historia de la Humanidad, y suponer que toda la literatura se encerrara aquí. Estos dos cuentos, el del lobo y el del dinosaurio, serían los únicos libros del mundo; se editarían en piedra, en arcilla, en pergamino, en papel, en formato e-book y de otras muchas maneras imaginables. Podrían ser ilustrados o no, y se leerían en las todas las escuelas del planeta. Y, como es lógico, se difundirían oralmente y sin necesidad de soporte físico. Los niños y niñas los estudiarían pronto y los sabrían de memoria y no se podría hablar de si hay o no dificultades con la lectura. Desde luego, habría muchas menos editoriales y menos autores, solo dos: esa muchacha de la Edad de Piedra y Monterroso. Eso es lo importante, y no si se cuentan o se leen o se compran o se venden.

Y seguiría habiendo, como ocurre ahora, muchísimos profesores de Lengua y Literatura. Y muchísimos lectores.

La diferencia entre la Lengua y la Literatura

En este ejercicio de ficción, podemos imaginar que seguiría habiendo una asignatura llamada Lengua y Literatura. Porque una cosa sería el lenguaje hablado y escrito con propósito no literario y otra distinta serían esos dos cuentos, que sí tienen propósito literario, porque así fueron construidos y así son difundidos. Si solo hubiera ese par de cuentos, los profesores lo tendrían sencillo, y los alumnos también. Una frase como “Un lobo tiene cuatro patas” es un texto informativo, y habría otros muchos textos posibles que tuvieran como sujetos a los lobos: el aparato digestivo de los lobos, los lobos como depredadores de conejos, los lobos y su olfato, los lobos como tótem de una tribu, disfraces de lobo… Lo mismo ocurriría con los dinosaurios y todos sus primos animales, desde estegosaurios a velocirraptores. A un lado estarían los textos informativos y a otro de ficción, como nuestros dos cuentos.

¿Cuál es la diferencia importante entre una frase como “El lobo se comió al cazador” y “¡El lobo, el lobo!” de nuestro cuento? Una primera clave está en la intención. “El lobo se comió al cazador” puede ser un texto informativo, una noticia sorprendente de titular de un periódico, del que se podrían extraer muchas consecuencias morales y prácticas. Sin embargo, el grito de “¡El lobo, el lobo!” (¡cuando no hay lobo!) hace una nuestra llamada a nuestra imaginación, precisamente porque el lobo es inexistente. Incluso se podría decir que no es lo mismo el grito de “¡El lobo, el lobo!” cuando hay lobo que cuando no lo hay. Decía antes que una primera clave está en la intención del que pronuncia la frase, de quien escribe la historia. Pero hay otro factor tan importante como este, que es el del lector, la actitud de quien escucha la historia, a quien no importa si el lobo es real. En este pacto entre el autor, que es el que cuenta, y el lector, que es quien escucha sabiendo que no hay lobo, que lo que le van a contar no es cierto, es de donde nace la literatura.

Volviendo a este mundo imaginario, en el que solo hay dos cuentos, los profesores de Lengua podrían someter estos dos textos a un análisis lingüístico, semántico y sintáctico. Con el cuento “¡El lobo, el lobo!” se acabaría pronto, porque siquiera es una oración, sino una frase que carece de verbo; tiene una función apelativa e informativa y, como tiene solo dos palabras distintas, no sirve ni para hacer dictados. Con el cuento “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” el asunto es más complejo, porque tenemos una oración subordinada adverbial de tiempo, cuya función global es representativa. En la clase de Lengua, este cuento tiene más calado porque no es lo mismo leerlo en su formulación original que cambiando la coma de lugar: “Cuando despertó el dinosaurio, todavía estaba allí”. Pero se mire como se mire, esta frase tampoco da para muchos dictados.

Pero la verdadera riqueza de estas dos frases, entendidas como cuentos, radica no en su valor lingüístico, sino en el literario. Ni la autora del cuento sobre el lobo ni el autor del cuento sobre el dinosaurio estarían muy interesados en saber cómo se analizan morfológicamente sus creaciones, sino precisamente en el proceso y el resultado de su creación. Y una buena profesora de literatura no se queda en el análisis lingüístico, sino que va más lejos.

Un buen profesor o una buena profesora de literatura es el que tiene presente el pacto que hay entre el escritor y el lector. El primero tiene intención de escribir una historia ficticia y hace una llamada a la imaginación del lector; este, por su parte, sabe que lo que le van a contar no es una historia verdadera, y deja libre su imaginación para ir más allá de la pura lectura.

Con un buen lector, guiado por una buena profesora de literatura, el cuento “¡El lobo, el lobo!” adquiere su verdadero significado y abre una puerta a la especulación: ¿Por qué se le ocurrió a esa muchacha gritar eso a la entrada de la cueva, si en realidad no había lobo? ¿A quién iba dirigido el grito? ¿Trató de gastar una broma a su padre, o de asustar a su hermano? ¿Ponía a prueba los reflejos y el temple de un pretendiente cazador? ¿Qué hicieron los demás cuando comprobaron que no había lobo? ¿La castigaron? ¿La erigieron un monumento al saber que les había contado el primer cuento? ¿Esperarían de ella un cuento similar, dos noches más tarde? ¿Otros se dedicaron a repetir ese grito en cuevas próximas? ¿Alguien introdujo una adaptación local y en lugar de avisar de la llegada de un lobo gritaron “¡El tigre, el tigre!”? ¿A la autora se le ocurrió de repente o estuvo madurando ese cuento durante meses? ¿Lo gritó cuando su tribu estaba despertando o era más bien de noche, cuando se alimentaban las primeras fogatas…?

Un cuento o un libro, en definitiva, son una propuesta. Si es realmente bueno, un cuento o un libro van más allá de las palabras encerradas en él y trata de despertar en el lector su afán de saber, de imaginar, de ir más lejos de lo que está escrito. Leer no es una capacidad innata, y leer literariamente lo es aún menos. Se construye con el tiempo, y suele hacerse a partir de experiencias ajenas, casi siempre teñidas por la emoción: abuelos contadores de historias, padres y madres que leen con paciencia y entonación por las noches junto a la almohada, profesoras que no se quedan en análisis lingüísticos y van más lejos de lo escrito y dejan libertad para soñar… Hacer buenos lectores es un trabajo cómplice entre una obra literaria y el lector, en el que el profesor (o el bibliotecario, o el animador) es un catalizador esencial.

¿Hay que hacer encuentros con lectores?

De un tiempo a esta parte se han multiplicado los encuentros con autor. Rara es la editorial que no tiene en sus cuadras autores dispuestos a visitar colegios, institutos, bibliotecas y clubes de lectura. Raro es el autor que no se preste de vez en cuando a encontrarse con los lectores. Ocurre a veces que los comerciales de las editoriales dicen estar tan ocupados en este trasiego de escritores que no pueden realizar sus tareas cotidianas. Y casi todos tenemos experiencias de que cuando visitamos un centro hace menos de un mes lo haya visitado un colega y el mes siguiente esté anunciada la visita de otro.

Este movimiento de autores es criticado a veces con razones de peso. Hay quien piensa que se trata de actividades extraliterarias, dictadas en parte por modas, en parte por protagonismo y en buena parte por razones comerciales. Colegios y profesores los solicitan a veces por razones de prestigio. Las editoriales asumen el alto coste de desplazamientos y hoteles porque compensa las ventas de libros, o esperan compensarlas, pero también porque es una forma de estar presentes en los colegios en temporadas en las que la oferta de libros de texto son bajas. Y los autores lo hacemos por promocionar nuestra obra y por una cierta amenaza que pesa sobre nuestras posibles ventas; no es raro escuchar a editoriales la amenaza de que cuantos menos encuentros hagamos, menos libros nuestros se venderán. Con toda razón, los críticos afirman que los encuentros con autor producen una distorsión en el mercado de los libros, porque los más leídos son probablemente los de autores que más viajen, mientras que en otros casos, buenos libros apenas tienen impacto en el ámbito escolar, y por tanto en las ventas, sencillamente porque el autor no los promociona.

Por otro lado, hay que reconocer que realizar encuentros no tiene que ver con intrínsecamente la tarea propiamente literaria. Lo que se debe pedir a un autor es que escriba bien, no que agrade a sus lectores, y ni siquiera que tenga las dotes oratorias suficientes para cautivar a un auditorio, sea de lectores, profesores o lectores.

De todos modos, la discusión acerca de si hay que hacer o no encuentros es estéril. Si solo hubiera dos escritores, la autora del cuento del lobo y el autor del cuento del dinosaurio, sería fácil que ambos se pusieran de acuerdo en realizarlos o no, con lo que profesores y bibliotecas sabrían a qué atenerse. Además, ellos dos podrían pactar con las editoriales y entre sí mismos cuántos, cómo, con quién, en qué orden… La realidad es muy distinta. Hay muchos autores y, salvo por algún milagro improbable, raro es que haya acuerdos colectivos acerca de si deben o no hacerse, y cómo deban hacerse.

Además de esto, cada autor es diferente, y esta variedad introduce riqueza. Habrá autores agorafóbicos como la Jelinek o que prefieran vivir encerrados escribiendo, al estilo de McCarty. Los habrá que vivan más a gusto en tertulias con colegas, críticos y redactores de revistas literarias. Habrá quien frecuente cócteles o saraos para ser vistos, o acudan con asiduidad a programas de radio. Los habrá que den conferencias y escriban artículos y columnas o que se nieguen a ello. Los habrá que soliciten tener muchos encuentros para vender muchos libros. O quienes consideren que el encuentro con el lector es inspirador, o que satisface su ego, o que crean que esa labor es importante, o imprescindible… O a quienes les guste hacer turismo a costa de los libros que escribe…

Como es imposible conocer las razones de cada autor cuando ofrece hacer encuentros, como lo es de cada profesor a la hora de solicitarlos, podemos centrarnos en los motivos estrictamente literarios. Volvamos a imaginar que un buen profesor, una buena profesora, haya invitado a leer los cuentos del lobo y del dinosaurio con verdadera profundidad literaria. Puede que haya dedicado un tiempo al análisis lingüístico o sintáctico de los cuentos o incluso hecho dictados (esperemos que no demasiados, que para eso hay muchos otros textos) pero, sobre todo, ha fascinado a sus alumnos contándoles que esos cuentos leídos son eso, cuentos, historias ficticias a través de las cuales imaginar, soñar, emocionarse, colocarse en el lugar del otro.Y esa buena profesora, o ese buen profesor, después de pensarse mucho pros y contras, invitan al señor Monterroso a hacer un encuentro en su centro.

Invitemos al señor Monterroso

Cuando llega a la clase, al salón de actos o al colegio, el señor Monterroso espera que los profesores implicados estén avisados de su presencia y le saluden. No se cree nadie importante; tan solo escribió un cuento y además muy breve, pero ha venido a colaborar con los profesores y a petición suya. Quizá no habría aceptado el encuentro si se entera antes de que le han engañado; que en la editorial le ofrecieron como argumento de venta para comprar su cuento, en lugar de regalar un lector de deuvedés, que además quizá sea más necesario para el centro. Llegará a tiempo, porque los comerciales con los que viaja habrán previsto no organizar encuentros simultáneos en varios sitios a la vez, y ni siquiera unos inmediatamente a continuación de otros, y también habrán tenido en cuenta que quizá en el colegio anterior haya firmado libros, o intercambiado afectuosos saludos de despedida con los profesores que le atendieron.

Como ha llegado a tiempo, ha tenido oportunidad de charlar con las profesoras, que le han informado de cuántos lectores tendrá en su charla, qué han leído (es casi obvio que su cuento, evidentemente) y, quizá le faciliten primeras impresiones sobre la lectura. Al señor Monterroso le gustan estos detalles, porque mentalmente se prepara para atender al auditorio. Nunca hay dos grupos exactamente iguales y a veces comienza su charla por alguna anécdota sobre la lectura realizada, alguna confidencia… Posiblemente pida una botella de agua, pero suelen decirle que ya la tienen preparada.

Ya ante el auditorio, el señor Monterroso espera ser presentado por las profesoras. Es consciente de que muchos de sus lectores no conocerán su nombre, y que a otros ni siquiera les importe. Pero tiene presente que el profesor ha sido precisamente el mediador entre su obra y los lectores y viene allí para revitalizar ese pacto que es la esencia de la literatura. No es que disfrute con que las profesoras hablen de él; espera solo una breve introducción biográfica, una referencia a la obra leída y algún recordatorio a los lectores sobre qué se viene a hacer allí. Después de todo, él llega como si fuese a una prolongación de las clases de literatura, a las que asiste como invitado. No viene a entretener una hora, ni a ser aclamado, ni a hacer publicidad, ni a firmar ejemplares de su cuento siquiera. Ha venido a hablar de su pasión, o su afición o su trabajo, que es la literatura.

Por eso mismo, en ocasiones no tiene inconveniente en realizar encuentros previos a la lectura. Casi le da lo mismo que los lectores hayan oído hablar de su cuento o no, pero espera interesarles lo suficiente para que lo lean después de que se haya ido. Quizá por eso no entre en determinados detalles. Tal vez haga referencia a otros cuentos que conozcan (el del lobo) y de ahí hable de cómo se lee, cómo se escribe…

Tiene en cuenta que la tarea importante ha sido hecha ya por las profesoras. Sus lectores han leído su cuento y, lo que es más importante, han jugado con él. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” puede ser leído como un cuento de miedo, porque el lector estaba soñando con un dinosaurio amenazador y pensó que al despertar se libraría de él, pero no, “cuando despertó el dinosaurio todavía estaba allí”. Aunque ese mismo cuento puede ser leído como una historia simpática, que desata una sonrisa, porque el durmiente estaba soñando con un dinosaurio de peluche, un precioso dinosaurio de juguete, y supo que se iba a despertar y pensó que perdería al muñeco, pero no, se alegró mucho porque “cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Algunos lectores habrán retorcido el cuento, imaginándolo en primera persona, “cuando desperté…”, y habrán explicado qué harían a continuación. Otras habrán caído en la cuenta de que cambiándoles la coma se obtiene un cuento distinto: “Cuando despertó el dinosaurio, todavía estaba allí.” En esta línea, otros habrán aún ido más lejos y habrán imaginado quién estaba delante del dinosaurio. Gracias a la profesora, que ha hecho una buena lectura de su cuento, el sujeto onírico se ha desplazado de un sitio a otro, de un durmiente a un dinosaurio, y la magia de la literatura habrá dado sus frutos. Además, la profesora, que es una magnífica profesora de literatura, ha sugerido cambiar el dinosaurio por “un cocodrilo”, con lo que algunos lectores avispados han imaginado que el que se despertaba era un explorador que buscaba las fuentes del Nilo. También ha sugerido cambiarlo por “una taza de chocolate”, y han imaginado una escena de despertar tardío de un domingo en casa…

Por eso, porque el trabajo importante está ya hecho, el señor Monterroso explica brevemente y con calma algunas cosas que quizá tengan que ver con su biografía, con la creación del cuento, con sus experiencias literarias de joven, con lo que es para él la literatura… No da demasiados detalles, porque prefiere que sean los lectores quienes muestren curiosidad y pregunten. Y sí, suelen preguntar. A veces, los lectores se traen las preguntas escritas en una hoja de papel, y reconoce el trabajo de las profesoras al organizar así las cosas, pero sabe por experiencia que eso resta espontaneidad al encuentro y que muchos lectores estarán pendientes de su intervención, y no del desarrollo de la charla. Él prefiere que las preguntas sean espontáneas y si son difíciles, mejor. Como ya ha hecho muchos encuentros, sabe que no es fácil sorprenderle con alguna realmente novedosa, pero él sabe que las respuestas son únicas para los lectores, y trata de responderlas sin mostrar aburrimiento, como si fuese la primera vez.

Aunque es verdad que a veces se sorprende. De una lectora, por ejemplo, recibe una interpretación original de su cuento, algo en lo que él no había pensado. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” sitúa el escenario no en la realidad, sino en terrenos doblemente oníricos. El personaje sueña y cuando cree despertar todavía está dentro de un sueño, aun cuando cree estar en la realidad, y es precisamente ahí cuando comienza la pesadilla, de la que despertará más adelante… El señor Monterroso se emociona y piensa que la literatura es mucho más profunda de la que él imaginó. Y tiene en cuenta que en los encuentros se produce un enriquecimiento mutuo; no solo se trata de hablar con los lectores, sino de conocerles, de saber cómo funciona su pensamiento, de aprender de ellos, de encontrar en ese grupo de lectores la chispa de la creatividad en su estado más tosco y, también, el más puro.

En los mejores encuentros, las preguntas de los lectores tienen que ver no acerca de por qué las cosas ocurrieron como se cuentan, sino sobre el proceso mismo de la escritura, porque es evidente que el autor pensó en determinados personajes y desechó otros, o dio un giro a la historia y descartó otros finales. Estas preguntas suelen ser las que ayudan a los lectores que algún día sueñan con ser escritores. Les hablará de que el avance de la escritura es lenta, de que no deben frustrarse. Posiblemente la conversación verse sobre otros cuentos y no solo sobre el suyo. Y, al fin, el encuentro acabará y acabará esa clase un poco especial de Literatura, en la que el autor ha colaborado con el profesor.

Es posible que, al final, algunos lectores vayan con el libro que compraron, solicitando una firma. El señor Monterroso es posible que masculle que las firmas no son importantes, que lo importante es conversar, y soñar, y pensar en escribir, y darle vueltas a las historias… Pero, si hay tiempo, dejará un recuerdo tratando de la firma no sea un mero garabato automático, sino con una breve, muy breve dedicatoria.

¿Dejó alguna huella la visita del señor Monterroso?

El señor Monterroso tiene que irse al fin. Se va. Posiblemente, para algunos lectores la experiencia haya sido interesante. Para otros, aburrida. Ya aclaró antes de comenzar el encuentro que no pretendía que su cuento gustara a todo el mundo, porque cada uno es distinto y a cada persona una historia le resuena de una forma diferente. Lo que espera es haber contribuido a que algunos lectores, al menos algunos lectores, mantengan viva la llama de la lectura durante cierto tiempo. Porque lo interesante de su cuento, si es que sirvió para algo, es para hacer que se busque otra historia; y que esta lleve a otra, progresivamente mejor y más compleja.

Al señor Monterroso le gustaría haber dejado una huella en sus lectores, cómo no. Pero sabe que esa huella quedará si de nuevo las profesoras hacen su trabajo como suelen hacerlo: utilizando sus palabras o quizá su experiencia para invitar a los chicos a que sigan leyendo e, incluso como dijo el escritor, para intentar escribir. Porque ya les dijo el señor Monterroso que está convencido de que escribir, y pensar en la escritura, es de las mejores cosas que se pueden hacer, aunque no se tengan pretensiones exactamente literarias, aunque uno no piense vivir de la literatura, aunque lo que escriba no sea un cuento ni una novela ni nada trascendente. Escribir como forma de imaginar, de liberarse de miedos, de analizar los acontecimientos, de situarse en un lugar diferente del que ocupa, de vencer prejuicios, de ponerse en la piel de otros…


> Volver a PARA LEER