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Según dicen, anualmente se convocan en nuestro país miles de premios literarios. Los hay privados e institucionales, amañados y honestos, sordos y resonantes, de dotación ciclópea y liliputienses, prestigiosos y denigrados… A ellos se presentan (nos presentamos) varios miles de escritores de toda vocación y condición. Sabemos que si nuestra obra, una vez escrita, tiene virtudes o defectos, ni mejorará ni empeorará después de haber obtenido un premio, pero seguimos y seguiremos haciéndolo, atraídos por las migajas o las hogazas de gloria. Al tiempo que esto ocurre, se convocan jurados, se engrasan las maquinarias de los talleres, los críticos sacan punta a sus lápices de hacer reseñas, las editoriales cruzan los dedos para ver si esta vez…, y algunos libreros vuelven a hacer sitio en sus estanterías para relucientes novedades.

Aun en el supuesto de que parte de los premios se declarasen desiertos, siempre habría centenares que acabarían por concederse, lo que significa que hay algún millar de autores que nos sometemos al rito de tratar de ganar uno de ellos. Sabemos que, si fuese un mero juego de azar, las posibilidades de lograrlo son remotas, pero siempre esperamos que los dados jueguen a nuestro favor: tenemos fe en que nuestra obra es buena y confiamos en que, ojalá, la cosecha del año de otros no sea tan fructífera como la nuestra. La ilusión de ganarlo supone aceptar la frustración de perderlo, algo que ocurre la mayor parte de las veces. Además, si no conseguimos uno, siempre nos quedará la posibilidad de seguir intentándolo con otro, incluso mediante otro libro u otro poema…

¡Pero en alguna ocasión damos en la diana!

A veces, la comunicación de un premio se hace mediante una llamada telefónica. Otras, la concesión se realiza en el transcurso de una interminable cena, de infarto. Dicen que hay quien recibe un sobre lacrado o un telegrama, remitidos desde un país lejano, pero quizá esto sea solo una leyenda… En todos los casos, a la noticia sigue una cadena de acontecimientos, unos privados y otros sociales, que ponen en juego las habilidades y la paciencia del galardonado: se pregunta qué debe vestir para recogerlo o por si debe recibirlo; queda para celebrarlo con amigos; resiste con estoicismo las indirectas de quienes se consideran íntimos y con derecho a que se les invite a un sarao; en función de la cuantía, comienza a pensar a qué va a destinar el dinero… Y se sueña, se sueña pensando que ese peldaño, precisamente ese, es el que debía pisar para ascender camino de la fama.

Hay premios que pasan sin disgusto ni brillo y que suponen solo una línea más en el curriculo. Los hay, sin embargo, que tienen cierta repercusión social, porque es lógico que nadie dé algo a cambio de cero y las más de las veces la gratificación económica es un avance de lo que tocaría cobrar después de vender mucho, así que el premiado debe esforzarse para demostrar que lo mereció y, de paso, vender mucho. Por eso, en ocasiones sigue una temporada en que entrevistas, foros, invitaciones a tertulias o presentaciones del libro consumen buena parte del tiempo. Es placentero, es gratificante, es agotador, y cada cual trata a su manera el perro de su vanidad, unos azuzándolo, otros tratando de que se mantenga quieto. Si le premió una editorial y esta tiene un departamento de marketing, lo que suele suceder porque por eso convoca premios, eso supondrá verse obligado el año siguiente a realizar encuentros con lectores, cafés literarios y otros actos que someten a prueba la resistencia del autor y la consistencia de la obra premiada..

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Pero tarde o temprano, los fastos y las obligaciones acaban por ceder y el premiado se queda en casa y se enfrenta al vértigo de la hoja en blanco. Ya no tiene excusas: debe escribir. Aunque su madre aseguraría que es la misma persona que antes de recibir el premio, él ya no se siente así. Ahora tiene la responsabilidad de demostrar que estaba a la altura y, por eso, su siguiente obra, piensa, tiene que ser mejor que la galardonada. De no ser así, sospecha, sus partidarios le mirarán con condescendencia y sus detractores aprovecharán para descuartizarle. Es posible que deje de lado alguna novela cuyo argumento ahora le parezca inconsistente; es probable que pase horas absorto, rumiando con impotencia tramas, estilos y personajes; le asaltará el gusano de la duda acerca de si aquello no fue más que un espejismo, y quizá además crea conveniente que en un corto plazo, muy corto plazo, deba entregar a la editorial otra obra que prolongue la vida de la premiada.

A nuestro premiado comienzan a asaltarle dudas. Alguna vez oyó que A, B o C, insignes colegas y mucho más conspicuos que él, no volvieron a escribir de la misma manera después de recibir los premios X, Y o Z, también mucho más importantes que el suyo. Y piensa si habrá vida literaria después de un premio; si no será verdad que después del cielo –de ese cielo– ya no hay otros que buscar, porque no siga literariamente vivo. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo comprueba que no, que no está muerto. Al menos, a juzgar por la vida de otros, que continúan relacionándose con él y enviándole cartas, correos electrónicos y libros recién editados que, pese a no haber recibido premios, merecen el elogio de los críticos.

A nuestro premiado, a este en particular porque esto no es más que ficción, le desazona el blanco de la hoja vacía. Y recuerda las palabras de alguien que advirtió una vez que se deben tener cuidado con los deseos, porque a veces acaban por cumplirse. Noche tras noche, después de meditar cuidadosamente título y argumento de su siguiente libro, nuestro premiado golpea con furia el teclado de su ordenador, convencido de que esa novela en particular es la obra que, en definitiva, supone su confirmación y le hará saltar realmente a la fama. Que, después de eso, podrá dedicarse a escribir lo que verdaderamente desea, rompiendo las convenciones y desbrozando un mundo nuevo. Así, haciendo caso omiso esta vez de cenas, tertulias y convenciones, pelea semana tras semana, mes tras mes, por su nuevo libro, que poco a poco engorda el disco duro de su máquina y que, al final, se convertirá en una torre de papel.

Transcurridas las semanas, cumplidos los meses, nuestro escritor premiado coloca el punto final a su obra definitiva. Ahora, dedica horas sin pausa y la pule, la corrige, la afina. Cuando la da por fin acabada, destina unos segundos a saber qué hacer con ella.

Ya sabe: ¡La presentará a un premio!


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