Dios 3.0

Editorial Edelvives. Colección Laude

Publicado en 2018. 396 páginas


De la cuarta de cubierta:

Dios, que ha dejado a la humanidad a su libre albedrío tras la creación del mundo, decide intervenir por primera vez para intentar combatir la barbarie, la superstición, los falsos dioses y la brujería.

Para ello, reúne en un oasis a cuatro hombres y a cuatro mujeres de diferentes culturas, atendidos por otros tantos ángeles. El encargo divino es que elaboren un Libro Sagrado que difunda en sus pueblos el conocimiento y la razón.

Pero la convivencia entre ángeles y humanos dará lugar a situaciones inesperadas...

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Capítulo 1: DIOS

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En un tiempo remoto, Dios contempló el mundo, se sintió satisfecho y consideró sin vanidad que había llegado el momento de que otros conociesen y alabasen su obra, teniendo en cuenta que ya había seres dotados de inteligencia y razón.

En su infinita sabiduría, Dios se dijo: «Incluso en el más apartado suburbio del universo hay procesos y sucesos que merecen ser narrados. ¿Cómo no dejar constancia de cómo he creado el cosmos y de todas las maravillas que contiene, tanto naturales como sobrenaturales?».

Podría haberse puesto Él manos a la obra, por sí mismo o a través de sus ángeles, pero consideró más elegante dejar en manos de sus criaturas la tarea de contar y admirar el perfectísimo orden que al universo tanto tiempo le había costado alcanzar.

Continuó diciéndose: «Que sean los propios hombres quienes comuniquen a otros hombres los detalles de mi obra y extiendan mi prestigio y mi palabra. Y que esta les ayude a perfeccionar el mundo que he creado».

En una fracción de segundo echó Dios un vistazo a este mundo y localizó a cuatro mujeres y a cuatro hombres versados en letras, los mejores de aquel tiempo en las artes de narrar y escribir. Provocó en ellos un sueño alucinatorio y los ocho dejaron casas, tierras, rebaños, esposas, hijos o maridos, y partieron siguiendo una luz que guio sus pasos, surcando mares, cruzando montañas y vadeando ciénagas.

Eligió Dios un recóndito desierto para reunirlos y antes de que llegaran, ordenó que brotase allí un río de aguas dulcísimas, a cuyo alrededor colocó palmeras y papiros, nenúfares, lotos y muy diversas plantas, unas comestibles y otras decorativas. Y esparció entre aquella flora una fauna de variado tamaño y especie, de mariposas a corderos, pasando por liebres, tortugas y volátiles de suculento gusto.

Llamó luego a sus ángeles e hizo instalar tiendas para cada uno de sus invitados, más otra mayor en el centro como lugar de reunión. Y mandó que colocaran en ellas aguamaniles, alfombras y literas, además de, por supuesto, suficientes y variados útiles de escritura. Acabados los preparativos, eligió a ocho de sus mejores ángeles, les confirió apariencia humana y les encargó que atendiesen a sus huéspedes en los asuntos domésticos que requiriesen, de modo que en las semanas y meses sucesivos nada estorbara su tarea de contar las maravillas que Él mismo les iba a revelar personalmente.

En la fecha prevista llegaron al límite de ese desierto cuatro hombres y tres mujeres, unos con ropas austeras y caminando a pie, otros montados a caballo o en dromedario y con magníficas vestiduras. Y viendo los siete que se esfumaban los cometas que guiaban sus pasos, comprendieron que habían llegado a su destino y aceptaron que una fuerza poderosa e incomprensible les había conducido hasta allí, aunque aún no sabían con qué propósito.

Salieron los ángeles en busca de los viajeros, orientaron sus pasos, a pie, hasta el oasis, y, por gestos, les invitaron a atravesar el fragante jardín y a entrar en sus aposentos. Sin mediar palabra, cada sirviente atendió a su invitado: lavó sus pies con aguas aromatizadas, le ofreció sandalias y vestiduras nuevas, sació su sed y le sirvió un agradable y sustancioso tentempié que le repusiera de su largo viaje.

A la caída del sol, una vez descansados, los viajeros fueron guiados por sus sirvientes a una amplia jaima central, equipada con ocho escritorios y otros tantos asientos, en cuyo centro se alzaba un cubo de granito gris de unos cuatro palmos de arista. A medida que entraron fueron ocupando los lugares que más les convenían, recostados unos, sentados otros en taburetes o cojines, como si el anfitrión conociese, y era así, el estilo y la forma de trabajar de cada uno.

Hasta ese momento, ni ángeles ni invitados habían dicho palabra, los primeros porque no habían sido interrogados y los segundos porque se sentían atónitos por aquel prodigio de criados, flores, lujos y perfumes en medio de aquel yermo desierto, preguntándose por qué extraño motivo habrían sido convocados allí.

No tardaron en saberlo. Cuando estuvieron los siete reunidos, el cubo de granito que estaba en mitad de la estancia emitió un delicado susurro y refulgió con una luz lunar. Un resplandor más intenso acompañó a las palabras que siguieron:

—Sed bienvenidos a mi casa. Soy vuestro Dios.

Al ver cómo los ocho ángeles se prosternaban, rodilla en tierra, seis invitados fueron haciendo lo propio. Solo permaneció sentada una mujer, que observó con ojos ceñudos aquella escena, convidados y sirvientes adorando un ídolo rocoso. Unos segundos más tarde, volvió a oírse la voz:

—Podéis alzaros. Tomad asiento y poneos cómodos. Habéis hecho un viaje largo y deseo explicaros qué hacéis aquí.

Cuando los susurros de ropas y de pies se aplacaron y los invitados volvieron a sus asientos, con los ángeles de pie tras ellos, la voz que provenía de la piedra volvió a escucharse:

—Sois los mejores escritores y narradores de los muchos reinos que pueblan la tierra en esta época. Ha llegado el momento de que la humanidad conozca mi obra y mi palabra y os voy a confiar secretos y misterios que asombrarán a generaciones futuras.

Los presentes se observaron. Aún no se conocían ni habían sido presentados. Conjeturaron que uno parecía venir de India, otro de la lejana China, el de más allá era egipcio o quizá de la Mesopotamia y el cuarto mostraba insólitos rasgos cetrinos y un rostro lleno de excoriaciones; la mujer de piel negra tal vez era del sur del Nilo, la segunda era una anciana de extraño cabello azafrán y la otra, de piel blanquísima como la espuma y enrojecidas mejillas, parecía haber recorrido el mundo desde las lejanas Tierras Boreales… Las miradas de los presentes volvieron a la piedra, cuya luz variaba en intensidad a medida que brotaban de ella las palabras, como si un ser vivo respirase y fosforesciese en su interior:

—Usáis lenguas distintas, pero mientras estéis aquí os entenderéis como si los demás hablasen vuestro idioma, igual que ahora me comprendéis a mí. Cada uno de vosotros, sin embargo, podrá escribir en su lengua, para lo cual dispondréis de los útiles necesarios. Mis sirvientes os facilitarán lo que preciséis y os informarán de detalles de la vida en el oasis. Pero os advierto: son mis ángeles; tratadlos como ayudantes, no como esclavos. Que nadie ose tocarles un cabello de su cabeza ni un hilo de su ropa.

Los ángeles asintieron con humildad mientras eran observados por los invitados. Escucharon de nuevo la voz:

—Por esta noche es suficiente. Ahora, descansad. Comenzaremos el trabajo al amanecer. Yo os bendigo.

La luz brilló unos segundos con un fulgor acentuado, y luego se atenuó lentamente hasta desaparecer. Los ángeles se postraron con reverencia ante la roca gris y los invitados hicieron lo mismo, excepción hecha de la mujer de tez blanquísima.

Poco después, la estancia quedó vacía y cada viajero se dirigió a sus aposentos precedido por su sirviente. Nadie se atrevió a hablar con los demás, en parte por desconfianza y en parte enmudecidos por los portentos que habían vivido aquellas horas.