Prólogo, de Javier Reverte

Limam Boisha es un poeta del que no tenía noticia antes de abrir las páginas de este texto que ahora prologo: era, en suma, alguien completamente desconocido para mí. No había leído nada suyo, suponiendo que hubiese publicado antes de este poemario, ni tenido el placer de estrechar su mano; y ni siquiera sabía su edad, el lugar en dónde nació y en qué ciudad residía.

Ahora sigo sin estrechar su mano, que es lo de menos, porque ya le conozco como escritor. Y creo de verdad que este es un libro excepcional, en el sentido más estricto de la palabra excepción: porque se trata de un libro que no se parece a ningún otro, sino que se presenta como una mezcolanza de géneros que pueden abrir un camino original a la hora de abrir sendas nuevas a la poesía.

La técnica de Boisha es muy sencilla en apariencia y, como todo lo sencillo en apariencia, extremadamente difícil de conseguir. A partir de una referencia cultural del pueblo saharaui, acuña un verso. Y a renglón seguido, explica qué significa esa referencia. ¿Antropología cantada, poemario antropológico? Poesía en todo caso. Y claro está, una lucha incansable y teñida de lirismo por recuperar la memoria de un pueblo al que se quiere condenar al olvido y al desarraigo.

Los poemas son tersos, directos, como las piedras del desierto. Y las metáforas, rotundas. Una poesía sustancial, en definitiva. ¿Para qué hablar de flores en donde no abundan? ¿Para qué componer canciones festivas en donde no existe mayor festejo que la lucha por sobrevivir? Uno de los mejores aspectos de este poemario es que no acuña una poesía militante. Su militancia reside en la verdad, no en el engaño ni en el entusiasta jolgorio político que tan a menudo oculta la dificultad de la victoria.

En las sustancias de este libro subyace la tristeza de un presente demoledor, el que estos días de injusticia suprema se abate sobre un pueblo exiliado. Por eso, en ocasiones, este poemario de Boisha es casi un grito de desesperanza y, al tiempo, de rebeldía angustiada.

Pero en cualquier caso se trata de un libro insumiso, en la medida de que trata de reconstruir una identidad nacional desde la búsqueda de sus raíces, desde la indagación de la tradición y de la historia de un pueblo.

No hay victoria cuando se da la espalda a la verdad; pero no hay derrota cuando se intenta revivir los latidos más íntimos de un alma que no quiere rendirse. Y en el alma de este poemario subyace esa fe.

A veces, la dulzura de la lírica es un arma mucho más poderosa que la ferocidad de los cañones. Limam Boisha opta por esa sutil batalla que es la mejor de siempre: poesía a cuerpo desnudo.

JAVIER REVERTE.


ALGUNOS TEXTOS Y POEMAS INCLUIDOS EN EL LIBRO…

Introducción de Limam Boicha

Cuando en el cielo no se perciben monstruos, ni dromedarios con extrañas jorobas, ni navíos, ni siquiera pájaros. Cuando no quedan secretos que desvelar en el azul de la inmensidad y sólo permanece la luz deslumbradora que obliga a cerrar los ojos a cada paso. Cuando reinan el vacío y el sueño vuelven la consternación y la penuria a poblar los horizontes del Sahara…

Hemos elegido subsistir en este espacio abierto y remoto. Nuestra elección no es condena ni sufrimiento. Sabemos que es nuestra tierra y que tiene varios semblantes ¿Acaso un padre elige a sus hijos? ¿Acaso debe quererlos solo por sus rostros? ¿Querrá más al hijo alegre que al del perfil desfigurado?

Los pozos se han secado y ya no tenemos provisiones que llevarnos a la boca. Hasta las palabras parece que han sido disecadas, y ya no quieren asomar a nuestras gargantas. Solo nos queda rogar en silencio, pero seguiremos aquí hasta el último soplo. Porque cuando la desgracia nos visita también le damos la bienvenida. La Providencia sabe lo que nos envía y a nosotros solo nos queda esperar qué nos deparará la escrita. “A quien espera, sombra le llega”, dice el proverbio. Y cuando la desesperación está a puntos de ahogarnos y ya no podemos más, invocamos a la lluvia, sin la que no habría lugar para la jaima.

La caravana de los días marcha, lenta y triste marcha. En el infinito crujen sus cargadas horas, que hacen temblar los latidos del espejismo. El silencio se torna océano tangible, quebrado a veces por el zumbido de alguna mosca, la huida de un lagarto, o el invisible hervor que restalla en la vena mineral de cada piedra.

LIMAM BOISHA


LA LLEGADA

Si asomando al mundo

al recién nacido

le asusta la vida,

y quiere volver atrás,

ya será demasiado tarde,

ya no cabrá en la cáscara,

ya tendrá piel de lobo,

ya golpeará el tambor,

ya arañará la tierra del cordón,

ya buceará,

ya le esperarán fuera

con agua, aceite, azúcar,

y hierbabuena,

y los amorosos nombres de Dios.

.

En el momento en que una mujer queda embarazada, sobre todo si es el primer hijo, comienza a preparar el viaje al hogar materno, para que nazca allí el futuro bebé. En él, la joven contará con la inestimable ayuda de su madre y recibirá cuidados y cariño de los suyos, para enfrentarse al duro reto de la maternidad. Si la madre ha fallecido, o no está en condiciones de atenderla, se hospeda en la jaima de alguna tía o hermana. Cuando se recupera del parto, y pasada ya la cuarentena, trabaan, retorna con el bebé a su hogar.

Es frecuente que la mujer saharaui no exhiba su embarazo, por temor al mal de ojo. Es más, la costumbre es ocultarlo como un secreto hasta que ya no se pueda disimular.

La llegada de un niño es siempre un gran acontecimiento, no sólo para los miembros de la familia, sino para todo el frig. Tener retoños se considera una bendición, y aunque tradicionalmente se celebraba más la llegada de un hijo que la de una hija, las niñas siempre han sido queridas y valoradas. Como reza el proverbio saharaui: “Pobre de quien no tiene hijas, porque nadie llorará en su funeral”.

En el momento de nacer el niño, algunas familias hierven agua en una tetera, después la dejan reposar hasta que quede bien templada, la mezclan con unas hojas frescas de hierbabuena, y en un vaso se la dan a beber al recién nacido. Otras le ofrecen agua mezclada con azúcar y aceite como primer aperitivo fuera del vientre materno si tiene hambre. Al bebé se le afeita la cabeza y le recitan en su oído derecho versículos del libro sagrado, para impregnar su espíritu con palabras de la divinidad.


LA BIENVENIDA

Cuando vienen a nuestra tierra,

les esperamos

bajo un pedazo de sol

al borde del camino.

Nuestros hijos les ofrecerán

colmados cuencos

de leche y dátiles.

Con una sonrisa azul

que madrugará

bajo un pedazo de luna,

entonaremos canciones ancestrales,

nacidas de los ritos dulces

que manan de los amorosos pechos verdes,

y cuando nos reconozcamos

en nuestras disecadas pieles,

al postrarse el cielo del día,

extraeremos el jugo de la buena hierba,

donde pastan las mejores bondades.

.

El huésped que llegue a una jaima saharaui será recibido conforme al rito, y no importa la hora. Tanto da si viene por la mañana o a altas horas de la madrugada. Aunque se presente en días de carestía o en medio de una tormenta, nadie se lo va a reprochar. Y si trae bajo el brazo el aroma de la lluvia, es señal de que tiene baraka. Quien cruza el umbral de la jaima, sea quien sea, siempre es bienvenido, y se le recibe con saludos, sonrisas y abrazos. Se le extiende, como caída del cielo, una excelente alfombra, y se le tiende un cojín para que se acomode en el mejor sitio de la jaima. Se le ofrece un cuenco de leche, dátiles y se dispone una bandeja con los vasos y la tetera para prepararle el té. Desde fuera se trae un infiernillo humeante con rescoldos al rojo vivo.

Aunque sea un lujo escaso, se brinda agua al huésped para lavar el polvo del camino, y no faltará una mano con lemrasha, utensilio de metal, que como nube derrame perfume sobre la ropa del viajero y lo impregne de suave fragancia. El olor, dicen, es un árbol de la vida, y es usual que en invierno se queme incienso, que abriga el alma de quien viene desplumado por el frío o el arenoso viento.

El tiempo fluye pausado, el recién llegado se siente reconfortado, seguro, alegre en medio del colorido de la jaima, y va degustando de uno en uno y en buena compañía los tres vasos del té. Mientras tanto, se habla de infinidad de temas. Se espera que el visitante sea despierto, curioso y que llegue con los fardos llenos de noticias. Gratas son siempre las novedades que traen la alegría de la lluvia. Algunas interrogantes son inevitables: ¿dónde ha caído? ¿Has visto algún pasto por el camino? Si fuera así, la persona debe saber indicar con precisión la zona, porque es esencial para la supervivencia de quienes viven en la badía, el desierto fecundo.

Durante la ceremonia de bienvenida es probable que los anfitriones sacrifiquen una cabeza de ganado en honor del huésped. Se indaga sobre el lugar lejano del que procede, las penurias del viaje, la soledad. Se valoran la estima que se le tiene, su edad, prestigio social, inteligencia, el parentesco, incluso la falta de ello, o simplemente, el que esté de paso. Y no se le pregunta por su nombre, ni quién es, hasta el final del día, o incluso, a veces, cuando ya se dispone a despedirse. De todas formas, su presencia en el hogar, no importan los motivos, es un cumplido, y con él se comparte lo que se tiene, incluso lo que no se tiene, con tal de que esté a gusto, se vaya satisfecho y vuelva alguna vez. Porque para los saharauis, la hospitalidad no solo es ley de vida, es la ley de la vida.


DESPEDIDA DE UN HIJO.

I

“Descálzate y camina”,

dijo la madre a su hijo.

Él obedeció en silencio

mientras ella observaba sus pies

dibujados en la arena.

Murmuró los nombres de Dios,

y pellizcó con sus dedos

las huellas de sus pisadas.

.

II

Paso a paso,

grano a grano,

los dos pies tejen los sueños

con que se hila

la inexorable profecía.

.

III

“Nadie preguntará

por el tiempo que has estado ausente,

hijo mío,

todos querrán saber

si has vuelto

más útil,

más inteligente,

un poco más sabio”.

“Por el tiempo

que has estado ausente,

nadie preguntará,

hijo mío”.

.

La angustia taladrada en los dulces ojos de las gacelas, cuando les acecha el peligro, es la misma que se puede vislumbrar en los ojos de algunos jóvenes que inician su primer viaje, cuando se disponen a salir de su jaima hacia algún lugar lejano. La recóndita paz del corazón se vuelve abandono, y las horas que preceden a la marcha resuenan en el interior de uno mismo como un ciego ardor.

El rumor de las plegarias permanece un largo tiempo en la jaima, aferrándose a la estera o al aire, como si no quisiera extinguirse nunca. La madre se levanta con los ojos nublados y se pregunta para sus adentros cuándo volverá a verle. Un cuenco de leche rueda de mano en mano. Aunque no se tenga sed, se prueba, porque el líquido blanco es un talismán de la suerte. Hablan, se enlazan y aprietan las manos, y se guarda para siempre en la memoria aquel momento: quizás una mañana cálida, azul y cristalina.

Y cuando llega la hora de la partida, la madre sale con el hijo o la hija fuera de la jaima, y le pide que se descalce y camine unos pasos. De sus huellas pellizca un poco de arena y la guarda en el nudo de su melhfa. Cuando se haya ido, ella esparcirá con parte de esa arena los cuatro puntos cardinales de la jaima, y el resto lo dejará reposar en un cofre hasta que vuelva. Y al regresar el hijo o la hija ausente, la madre sacará la arena del cofre y la depositará en el cuenco de sus manos, para que los rastros guardados como un amuleto, los lleve el viento y los deposite en el camino de otra despedida.