No lo entiendo. El día resultó de lo más normal. Ella llegó tarde al instituto, pero los lunes siempre llegaba tarde. Ponía la excusa de que los lunes iba a visitar a una abuela enferma, pero quizá le pasara lo que a todos: que el cuerpo se resiste más de la cuenta a levantarse de la cama. Bueno, qué más da. El caso es que cuando llegó a clase había empezado el examen. Es terrible comenzar la semana así, con un examen de matemáticas, pero los profesores no cursan en sus carreras ninguna asignatura parecida a Derechos Humanos, así que no se les puede pedir mucho.

Llevábamos más de un cuarto de hora de examen cuando ella entró. Se la veía sofocada. Dejó sus cosas en el suelo, junto a su silla, y fue a hablar con el profesor. Nadie oyó la conversación pero vimos que él dijo que no varias veces con la cabeza, mientras ella hablaba. Se notaba que, más que hablar, suplicaba. Al final debió convencerle, porque él le tendió un par de hojas y ella se sentó a escribir. Como si tal cosa. Todos contemplamos la escena y luego seguimos a lo nuestro, peleando con los problemas. De vez en cuando la mirábamos, pero ella no levantó ni un segundo los ojos del papel. Seguro que sabía que la observábamos. Nos ignoraba. Para esa chica es como si no contáramos.

Cuando sonó el timbre, se oyeron los ruidos del papel y de los bolígrafos encima de la mesa, sobre un fondo de suspiros de alivio. El profesor pasó recogiendo los exámenes y a medida que se entregaban las hojas comenzamos a charlar. La mayoría estábamos de acuerdo en que nos había salido como el culo. Y es que a quién se le ocurre poner un examen de matemáticas a primera hora de la mañana de un lunes. Vale, sí, se supone que el sábado y el domingo hay más tiempo para repasar, pero a ver quién se concentra esos días. Yo calculé que, si aprobaba, sería por los pelos. Había llegado al problema siete, de diez. Teniendo en cuenta los posibles fallos, si acaso lograría un cinco. Pero pronto dejé de pensar en ello. En el instituto, a una clase le sigue otra clase, y así sin parar. Es como las mareas. Y marea pensar en ello.

Durante el cambio de clase, ella no habló con nadie. En los últimos tiempos, ya nunca hablaba con nadie. Aprovechando la pausa, colgó en la percha la cazadora que había dejado en el suelo y sacó libros y cuadernos de su mochila y se sentó. Algunos nos fijamos en cómo tomaba del bolso una pequeña libreta y se ponía a escribir. Ella siempre escribía. Quienes la conocían un poco más suponían que era algo así como un diario. Por lo visto, desde hace mucho llevaba ese diario, en cuadernos pequeños, casi siempre de tapas rojas, atados con una goma del pelo. Muchas veces nos hemos preguntado qué escribiría, y suponíamos que hablaba de nosotros. Pero lo más probable es que anotase cosas del tipo hoy lunes, a las nueve, examen de matemáticas, y chorradas así. Nadie la molestó mientras escribía. Ya sabíamos cómo era.

Las dos horas siguientes tomamos apuntes como posesos. A final de curso, los profesores se empeñan en acabar el programa a cualquier precio. La ventaja de que tengan prisa es que preguntan menos, así que puedes estar a tus cosas con tal de que crean que tomas apuntes. No hay riesgo de que al final te pillen preguntándote de qué ha ido la clase. Yo, la verdad, pasé un rato tratando de seguir una canción que estoy componiendo, atascado buscando un par de palabras que rimen con cristal y con ruptura. Pero siempre me pasa igual; no me concentro si no tengo la guitarra en las manos. Esa mañana, cuando los profesores acabaron la clase preguntando si había alguna duda, ella ni siquiera alzó la mano. O no tenía dudas o ese día no quiso hacerse la listilla.

Por fin llegó el recreo y todos salimos de clase. A primera hora había llovido, pero entonces lucía el sol y apetecía ir un rato al patio o a la cafetería. Salimos todos menos ella, que se quedó con su libreta roja, anotando a saber qué. Ya nadie la molestaba cuando le daba por esas cosas raras. Al comienzo sí, había gente que se burlaba de ella, pero ya no. Ahora todo el mundo la dejaba en paz entretenida con sus asuntos. Era una chica extraña, todos lo sabíamos. Llegó aquí en primero, como los demás, y todos nos hemos hecho más o menos amigos de alguien, pero ella no consiguió tener relación con nadie. A veces me daba un poco de lástima, aunque en general pienso que se lo tenía bien merecido. La gente se busca problemas o no sabe resolverlos por sí misma. Supongo que en esto consiste crecer, en saber resolver los problemas; eso es lo que nos dicen en las charlas, ¿no?

Debían faltar diez minutos para acabar el recreo cuando ella salió al patio. La única persona con la que mantenía cierta relación era con un chico de segundo, un enano dos años más pequeño que nosotros. Eran vecinos o algo así, y por lo que dicen sus compañeros él también es un poco rarito. Esa mañana me parece que ni siquiera se cruzaron los dos. La vi pasear de lado a lado del instituto, pegada a la valla, sin importarle pisar los charcos, y me fijé en ella por casualidad, porque estaba sentado con mis amigos y coincidió que la vi de frente. Tampoco es que me importase mucho lo que hiciese o dejase de hacer. Siempre llevaba un pequeño bolso al hombro, en el que debía guardar lo que todas las chicas, más el móvil y, claro, su famoso cuaderno rojo.

Luego no volví a verla, pero el caso es que estaba sentada en su sitio cuando entramos en clase, con el libro y los cuadernos encima de la mesa, como si no se hubiera movido de allí. Y supongo que sí, que fue en esa hora cuando sucedió lo que sucedió, pero yo ni me di cuenta. Después del recreo tocaba inglés, y los lunes y los miércoles se practica conversación. La profesora nos divide en seis grupos distintos, nos da un texto breve y nos pide que charlemos entre nosotros. En inglés, claro. Y pasea luego entre las mesas y nos pregunta a unos y a otros. A mí me tocó en el mismo grupo que a ella, pero no siempre es así. Fue puro azar. Para hacer esa actividad tenemos que girar las mesas y las sillas; luego alguien lee en voz alta y todos tratamos de chapurrear sobre la lectura. Yo estaba frente a ella, a distancia y alejado de su silla. Digo esto porque no tuve nada que ver, y tampoco vi a nadie sospechoso que se le acercara por detrás. Creo que esa mañana el tema trataba sobre un tesoro rescatado del fondo del mar por una empresa americana, procedente de un antiguo barco español. Ya imagina: comentar la noticia, dar opiniones y todo eso.

Ella hablaba bastante bien inglés, pero participaba poco. Le ocurría lo mismo cuando se trataba de hablar en español. Era así, muy seca. Daba su opinión y ya estaba. No discutía sus puntos de vista y, si alguien le llevaba la contraria, simplemente callaba. Con la única persona con quien entraba en controversia era con la profesora, con la que se cruzaba unas largas parrafadas. Ese día, por ejemplo, todos estuvimos de acuerdo en que el tesoro era español, y ella convino que sí, pero que los propietarios debían correr con los gastos de la expedición y dar además un porcentaje a la empresa que lo localizó, como participación en beneficios. Cuando empezamos a discutir, ella calló como un muerto. Solo repitió su punto de vista a la profesora, con quien charló un buen rato. Los demás nos enteramos a medias, porque ya digo que ella hablaba bien en inglés, y rápido. A mí no me extrañó que el resto del grupo pusiera cara de aburrimiento mientras ella argumentaba, y que luego la miraran con desprecio. Esa distancia suya es lo que hacía sentir mal a la gente. Se cree superior. Luego pasaba lo previsible; a ella le ponían un nueve; a los demás un seis, con suerte.

Cuando acabó la clase, volvimos a colocar las mesas y las sillas en su sitio. Estábamos unos de pie y otros sentados, charlando, esperando a la siguiente profesora, cuando ella gritó preguntando que quién había cogido su cuaderno. Todos la miramos y vimos sus cosas encima de la mesa, y al principio no entendimos a qué se refería. Creo que todos nos sorprendimos bastante, porque hacía meses que nadie la había escuchado hablar en voz más alta que la necesita una conversación personal y ella había gritado bastante: ¡Quién ha cogido mi cuaderno!

Al comienzo se hizo el silencio y todas las miradas confluyeron en ella. Estaba de pie, con los ojos desorbitados, mirándonos con los puños apretados. Destilaba rabia. Esa era la impresión: destilaba rabia. Tras ese silencio inicial, volvieron los murmullos. Unos volvieron a la conversación de antes. Otros, sobre todo chicas, soltaron algunas risitas. Algunos más se dirigieron a ella con una mezcla de desprecio y de burla, ya puede suponer los comentarios: lo habrás perdido, de qué hablas, no nos eches la culpa otra vez, anda ya… y cosas más fuertes, claro. Las voces y los murmullos solo se aplacaron al entrar la profesora. Todo el mundo volvió a sus puestos y estaba sentado cuando esta llegó a la pizarra. Todos, menos ella, que seguía de pie y que volvió a repetir: Quién ha cogido mi cuaderno.

Qué pasa, preguntó la profesora. Ese fue el inicio de un agitado fin de jornada que cualquiera puede imaginar, a poco que haya estado un día en un instituto. Ella explicó, nerviosa pero firme, que alguien había abierto la cremallera de su bolso y le había cogido un cuaderno de tapas rojas, atado con una goma negra. Que estaba segura de que el bolso, cerrado y con el cuaderno, colgaba de su silla al comienzo de la clase anterior, y que al acabar esa clase había desaparecido. Que seguro que la persona que lo había robado estaba allí y que no había tenido tiempo de sacarlo del aula. Que, por favor, se lo devolvieran, porque contenía anotaciones privadas. Que no se enfadaría con nadie si se trataba de una broma, pero que era una broma pesada…

Cualquiera que haya pasado un día en el instituto, o que tenga dos dedos de frente aunque nunca haya pisado un lugar como este, puede sospechar lo que siguió. Perdimos la clase. Ella siguió solicitando que le devolvieran el cuaderno. Incluso llegó a proponer que la profesora y ella misma salieran de clase para dejar que los responsables lo depositaran sobre su mesa. Y así se hizo. Tres minutos después, cuando regresaron, el cuaderno no había aparecido. Durante ese tiempo, algunos nos burlamos al principio, pero luego tratamos de convencer al bromista de que devolviera el dichoso cuaderno. Que lo estrellara si quería contra la pared o se lo diera pringado de babas, pero que apareciera de una vez. Casi todos recordábamos un incidente parecido con el móvil de esa chica, a comienzos de curso, que tuvo consecuencias muy desagradables, y no teníamos ninguna gana de pasar por lo mismo. Incluso preferíamos dar clase.

Ya digo que cuando regresaron las dos el cuaderno no había aparecido. La profesora le pidió que saliera y cuando ella se marchó volvió a hablar con nosotros. Puso en juego todas sus técnicas de persuasión, pero allí nadie abrió la boca. De la exhortación pasó a la amenaza: era su responsabilidad llamar a la directora para intentar resolver lo ocurrido, y esta vez posiblemente el caso no se saldaría con una amonestación colectiva y un contrato de colaboración…

Muchos nos miramos con fastidio y pedimos la devolución del cuaderno. Lo que había comenzado siendo una broma podía tener enojosas consecuencias. El robo del móvil no fue un simple hurto. Desde él se hicieron llamadas obscenas y amenazantes a personas que aparecían en la agenda, que se cebaron cruelmente en la abuela y en la madre, y el asunto pasó a manos de la policía. Dejando aparte la abultada factura y los problemas que causó a la familia, aquello fue un escándalo en el instituto y nuestro grupo se vio marcado como responsable y cómplice, pero nunca se descubrió a los autores… ni a las autoras… porque en las conversaciones alternaban voces de hombre y de mujer.

Vale, estoy de acuerdo con que alguien se ha pasado de la raya por lo menos dos veces. Una cosa son las novatadas que uno recibe cuando llega al instituto, que son normales, porque uno está alelado y tiene que espabilar pronto. Y otra es ponerse pesado con alguien. Hombre, es cierto que algunos se cebaron en ella desde el principio, pero luego han cambiado de actitud y dejaron de acosarla. Cada uno es como es, y ella no ha aprovechado la oportunidad para entablar amistades. Prefirió el silencio y, claro, así uno termina aislado.

Así que no lo entiendo. No sé que contendrá el cuaderno ese, pero digo yo que tampoco es para tanto. Desde que salió de clase ese lunes no la volvimos a ver, y al comienzo pensamos que estaba enfadada, con razón, aunque tampoco se descartaba que estuviera con gripe o algo así. Quizá por ello nadie de clase la haya llamado por teléfono.

No entiendo bien qué tiene que ver el robo de ese cuaderno con la barbaridad que dicen que ha intentado hacer.