El cuento

LUCÍA LLEGÓ A LA CONSULTA MEDIA HORA ANTES DE LA CITA, urgida por el supersticioso temor a ser descortés con alguien de quien depende algún aspecto importante de nuestra vida. De un médico, en este caso, capaz de descubrirnos una dolencia de la que nunca sospechamos. Dio su nombre a la enfermera, quien confirmó que estaba en la lista, y se dejó guiar hasta la sala de espera. Saludó con un bisbiseo y ocupó uno de los sillones. Miró el reloj y se arrepintió por subir tan temprano. Tenía sed y podría haber tomado un refresco en el bar de abajo, aunque la garganta y los labios resecos también podían deberse al miedo. Cuando encargó las pruebas, la doctora dijo que había una lejana posibilidad, pero quién sabe… Eran siete las personas que esperaban turno, así que ella era la octava. No puede fumar, está sola, el hilo musical es detestable y para entretener la espera sólo hay un montón de revistas de cubiertas sobadas que no le apetece leer. Salvo una mujer mayor, el resto, entre los que hay dos hombres, entretienen el rato leyendo. De vez en cuando percibe que levantan de los ojos del papel y miran a los demás. Ella, como no tiene qué hacer, fija la vista en un punto indefinido pero, en realidad, los observa a todos. Son cinco, y no siete, quienes aguardan turno, pues los dos hombres acompañan a sus parejas, ya que no ha llegado aún el tiempo en que los varones se sometan a consultas ginecológicas. Examina sus uñas y piensa que tiene que cambiar el color de la laca. Se entretiene en dar vueltas al anillo de casada y considera que las cosas parecen ir mejor estos últimos dos meses. Sale alguien de la consulta, que atraviesa la fracción de pasillo que puede ver, con el rostro inexpresivo como una máscara. Lucía oye un rumor e imagina una charla con la asistente, solicitando quizá visita para otro día. Llega una pareja y, al no encontrar sitio juntos, se sientan en sillas distantes, después de tomar cada uno una revista, casi al azar. La enfermera ha entrado, pronunciado un nombre e invitado a entrar a una mujer sola –sola como ella– que lleva también un gran sobre de color azafrán, con su nombre impreso –como el de ella. Cruza las piernas y piensa que tiene que buscar unos zapatos marrones a juego con el traje que compró hace un par de semanas. La pareja recién llegada intercambia a distancia frases ininteligibles para los demás porque están masculladas con ese material sonoro y en ese tono que sólo se acaba de descifrar con años de convivencia. Transcurre el tiempo y Lucía se resiste a tomar una de esas revistas tras la que sería fácil esconderse. Otra paciente sale de la consulta con el mismo gesto opaco que la primera, en el que resulta difícil adivinar nada. Abre el bolso y piensa que este domingo, como cada quince días, deberá vaciarlo sobre la mesa y expurgarlo de lo innecesario. Un hombre y una mujer intercambian frases mientras él mira el reloj. Quizá sean los próximos o tal vez tengan prisa. A ese ritmo, no entrará antes de una hora. Hay que tomarse las cosas con calma. Lee la agenda de teléfonos y revisa anotaciones. Hay que ver la cantidad de nombres que van difuminándose. La enfermera llama a una mujer y un hombre la sigue. Se despiden con un hilo de voz, como si temieran despertar a alguien. Todos, sin excepción, alzan el rostro para verles salir y responden en voz baja, envidiando que ya les toque turno. La sala se va vaciando de los primeros rostros, pero no dejan de acudir mujeres, algunas acompañadas. Lucía ha observado que los que salen tienen rostros inexpresivos cuando atraviesan el pasillo. A todas les debe pasar lo mismo después de una exploración ginecológica y quizá sus maridos, cuando las acompañan, se sientan solidarios con ese recuerdo de violación consentida. El hombre que llegó con su pareja hace un rato va al sitio que ha dejado libre la última paciente y toma una mano de su mujer, mientras ella sigue leyendo, sujetando la revista con la otra. Alguien tose. Lucía observa las mangas de su chaqueta y piensa que es hora de jubilarla definitivamente, después de tres primaveras. Queda por entrar la mujer mayor, así que ella irá después. El hombre de enfrente lleva dos calcetines negros pero de distinto modelo, uno con cenefa y otro completamente liso. Ya se miró antes las uñas y trata de imaginarlas ahora con una laca distinta, esta temporada se llevan los colores tierra. Sale la paciente que entró antes y se levanta la mujer mayor antes de que la llamen, quizá para dejar claro que ella será la próxima. Esta vez la enfermera no llega a decir su nombre, sino que invita con una sonrisa a la mujer que está de pie. Lucía, instintivamente, alcanza el sobre de color canela que dejó en el suelo y lo coloca en el regazo. Mete la mano en el bolsillo, toma el resguardo del aparcamiento y lo guarda en el bolso. Bueno, ya es la próxima. Dentro de poco, la mujer mayor saldrá, la enfermera dirá su nombre y ella la seguirá, dócil, hasta la salita que conoce. Hoy no tiene que someterse a molestos tactos, ya se hizo todas las pruebas. Un hombre se levanta a dejar una revista y toma otra distinta. Los chicos habrán salido de clase de inglés y estarán llegando a casa. Se engancharán con la tele, seguro, y dejarán los deberes para la hora de la cena, ya lo está viendo. Se abre y cierra una puerta. Es su turno. Mira a su alrededor y encuentra los ojos de una mujer de su edad, que ha dejado de leer. Por fin tiene lugar la escena imaginada y Lucía se levanta y musita un adiós, al que sigue un eco de un rumor. Al salir de la consulta, apenas recuerda lo que le ha dicho la doctora. Tiene imágenes difusas sobre las mamografías y resuenan frases deslavazadas sobre el resultado de los análisis. Atraviesa el corto pasillo entre el despacho de la doctora y el mostrador de la enfermera, con una máscara en el rostro, pensando que es una enorme putada que a ella, precisamente a ella, le haya tocado bala en la ruleta rusa.


Cómo y por qué escribí “Ruleta rusa”

Mi carrera literaria, si es que lo mío es una carrera literaria, comenzó con la escritura de cuentos. Ya había cumplido sobradamente los cuarenta, había leído tantos libros como mi tiempo libre me había dejado y sentí el deseo de escribir. No sé cómo son las experiencias ajenas, pero dudo que alguien que no haya escrito jamás nada se siente un día ante una hoja en blanco y diga “Voy a escribir una novela”. Lo más probable es que diga: “Voy a escribir un cuento” o “Voy a escribir un poema”. Como he podido comprobar más adelante (y tampoco hay que ser muy perspicaz, y ni siquiera es preciso ser escritor) una novela requiere una energía, una concentración y un tiempo que yo entonces ni imaginaba. Y, con el propósito de escribir un cuento, me senté a escribir.

El intento salió bien, o todo lo bien que uno puede pensar cuando ni siquiera sabe si va a salir bien. Me gustó, y gustó también a los amigos a quienes les enseñé esos primeros balbuceos. A ese primer cuento siguieron otros. Después de escribir algo más de media docena, y de publicar algunos de ellos gracias a algunos premios literarios (¡de ninguna otra manera un escritor novel consigue publicar un cuento, y ni siquiera media docena de ellos, tal es el panorama literario español!) me decidí a escribir mi primera novela, que también se publicó merced a otro premio, el Felipe Trigo. Se trataba de Los poemas de la arena, precisamente inspirada en un relato que había escrito meses antes con el mismo título.

Al escribir un cuento, uno respira de otra manera ante el papel. Al comenzar una novela se sabe que debe prepararse para una andadura de larga distancia, en la que jadeará y se agotará; en la que tendrá muchas veces dudas sobre el camino recorrido y el horizonte incierto. Con el relato no ocurre eso. Simplemente, se sienta a escribir y respira acompasado, al ritmo de las palabras y las imágenes. Un cuento puede que funcione o que no, pero se sabe pronto y, quizá por ello, es el acto literario más sincero y puro; nadie se deja la piel parcheando un cuento que no fluye en las dos primeras páginas.

A veces, un cuento surge de un deseo súbito, de las ganas de contar algo que viene dado por algo que puede y suele pasar desapercibido. El tercer movimiento del Requiem Alemán de Brahms, una moneda encontrada en el suelo, un grueso libro forrado con papel de estraza en la guantera de un autobús, el maniquí de un escaparate, una noticia terrible en un periódico, un cuadro de Goya, una pierna ortopédica, la sombra de un niño en el suelo… han sido instantáneas en las que me he basado para escribir algunos de mis cuentos.

“Ruleta rusa”, como se puede imaginar, surge de una imagen trivial y multiplicada, que llama la atención, y de la que surgen muchas preguntas: ¿Quién es la mujer anónima que se sienta en la sala de espera de una consulta? ¿Qué piensa mientras hurga en su bolso? ¿Qué anotaciones hay en su agenda telefónica? ¿Cuáles serán sus siguientes pasos, cuando salga de allí? ¿Y por qué está en ese lugar?

A diferencia de otros relatos, que se escriben en varios días o un par de semanas, este relato lo escribí en una sentada. Es breve, es cierto, pero no necesitaba más. Lo redacté hace varios años, creo que no lo he retocado nunca y creo que jamás volveré a tocarlo. Es lo bastante trivial, pero también lo bastante desasosegador. Como la vida.


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